Por Beltrán Villegas ss.cc.
Ecle 3,2-6. 12-14; Col 3, 12 21; Lc 2, 41-52
Las dos primeras lecturas en la solemnidad de la Sagrada Familia, que hoy celebramos, son todos los años las mismas, y son una expresión clara y clásica del ideal de vida familiar tanto en el judaísmo (1ª Lect.) como en el cristianismo (2ª Lect.). En ambos textos se subraya que la familia como comunidad de padres e hijos tiene una dignidad característica y un papel irremplazable, sobre todo para que los hijos puedan ir absorbiendo el sentido profundo y religioso de la comunión humana y familiar como elemento capital de toda existencia cristiana. En otras palabras, la vida familiar es la raíz de la dimensión «comunional» de la vida cristiana, por cuanto inicia y fomenta una forma de existencia caracterizada por un tipo de relación gratuita, no solo funcional.
Desgraciadamente tanto en la vida simplemente humana como también en la vida cristiana, la dimensión «comunional» tiende -sobre todo por el uso de la televisión- a convertirse en una dimensión puramente «funcional» y despersonalizada. Y creo que en las familias cristianas tendría que generarse un examen de la calidad de la vida familiar y especialmente del nivel de las relaciones personales entre los miembros de la familia. Esa calidad se puede medir fundamentalmente a partir de dos dimensiones: una de «libertad» no rígidamente reglamentada, y – en forma especial – otra de «apertura»: una apertura al mundo real y al futuro y, para los cristianos, una apertura al pueblo de Dios (es decir a la comunidad eclesial cristiana) que sepa conjugar el amor y una objetividad sana y realista.
El Evangelio asignado en el «ciclo C» a esta fiesta de la Sagrada Familia nos quiere subrayar que la valoración de la familia no debe llevar a desconocer lo individualmente personal. La familia es para sus miembros, y no al revés. Cada persona tiene rasgos, cualidades, inclinaciones y gustos diferentes. Y es un deber del resto de la familia – y principalmente de los padres – respetar e incluso fomentar lo que cada miembro tiene de peculiar.
Y aunque es normal que los padres se sientan asombrados, y hasta reticentes o desconcertados frente a opciones o actitudes de sus hijos, que les pueden resultar inicialmente incomprensibles, ellos tienen que saber – como la Virgen – conservar en el corazónesas actitudes y opciones. Los hijos, por su parte, deben saber «dar tiempo al tiempo» y buscar la convivencia pacífica con sus padres, sabiendo que esto constituye el mejor camino para que ellos puedan comprender y aceptar la vocación peculiar que cada uno de ellos manifieste tener.
No quiero terminar estas palabras sin insistir en que la calidad de vida familiar requiere un verdadero «cultivo» cuidadoso y de la contribución consciente y constante de parte de todos aquellos que la forman. ¿No valdría la pena, sobre la calidad de la propia vida familiar, tener una conversación en que participen todos los miembros de la familia?