Por Beltrán Villegas ss.cc.
Is 6,1-8; 1 Cor 15,1-11; Lc 5, 1-11
La 1ª lectura y el evangelio son muy importantes para reconocer una dimensión de la verdadera fe que no se agota con la aceptación intelectual de algunos hechos o doctrinas, como los que san Pablo enumera en la 2ª lectura. La fe no se da en plenitud más que cuando ella expresa cierta «experiencia» del Dios que trasciende todo lo que las demás experiencias nos ofrecen o podrían ofrecernos. Es la experiencia que nos deja ante el Absoluto incondicionable, ante el Dios «a quien hay que dejar que sea Dios» (Lutero), y simultáneamente ante nuestra radical indignidad para estar cerca de él, o para que él entre en contacto con nosotros.
La «Santidad» de Dios, proclamada tres veces por los siempre asombrados serafines, consiste precisamente en eso que lo hace radicalmente «otro» respecto de todo lo que no es él, y que – por lo mismo – suscita, en quien se siente «abordado» por él, a la vez atracción y temor: atracción por lo que él es, y temor por lo que uno es. (Releer Is 6,1-7; Lc 5,8)
La gran diferencia entre Isaías y Pedro está en que Pedro reconoció la presencia activa del Dios santo y trascendente en la persona humanísima de Jesús que estaba con él en su barca. La gran «buena noticia» del cristianismo es que «Dios se hizo hombre». A Dios no tenemos que buscarlo a través de experiencias extraordinarias. Pero necesitamos momentos especiales en los que tomemos conciencia del hecho, permanente pero siempre sorprendente, de que «él está con nosotros todos los días hasta el fin de la historia» (Mt 28,20).
Nuestro cristianismo no puede reducirse a la aceptación de ciertas verdades ni a la observancia de ciertas prácticas, ni siquiera de ciertas «virtudes». Lo esencial se juega en el tipo de relación con Jesús. O, si se quiere, en reconocer como dichas a cada uno de nosotros las palabras que leemos en el Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Apoc 3,20)
Tenemos que decirnos una y otra vez que ser cristianos no es adherir al cristianismo, sino a la persona de Cristo: lo que implica la voluntad de conocer más de cerca de Jesús como nos lo presentan los evangelios. Los evangelios son inagotables. Cada lectura de ellos nos capacita para una nueva -y siempre novedosa- comprensión de Jesucristo.