Por Matías Valenzuela
“De lo que rebosa el corazón habla la boca»
Eclo 24,4-7; Sal 91, 2-3. 13-14. 15-16; 1 Cor 15, 54-58; Lc 6, 39-45
Estamos en un tiempo en el que abundan las comunicaciones, de lo cual nos conecta con personas y situaciones de los más diversos lugares. Al mismo tiempo la exigencia de transparencia es mucho mayor. Lo hemos visto en la Cumbre Anti–Abuso que promovió el Papa Francisco, en que una periodista mexicana, Valentina Alazraki, interpeló a los prelados en orden a no asumir actitudes defensivas frente a los medios de comunicación, sino que a colaborar en el esclarecimiento de la verdad y así promover una cultura de la prevención y sanción de los abusos de poder, de conciencia y sexuales. Hoy las exigencias son mayores y se condena el secretismo, por el peligro de corrupción que conlleva.
Las lecturas de este domingo de inicios de marzo también nos conectan con el tema de la comunicación, desde diversos ángulos. La primera lectura, del libro del Eclesiástico, que en cuatro frases de sabiduría nos indica que a la persona se la conoce cuando se la escucha hablar, ahí se detectan sus defectos y se revela su corazón. Lo cual está en plena sintonía con lo que Jesús expresará en el evangelio, que la boca expresa aquello de lo cual el corazón está repleto. En este sentido, podemos afirmar que Jesús era un maestro de sabiduría y conocía profundamente el espíritu humano. Era capaz de detectar la honestidad de una persona como cuando dice que Natanael era un israelita sin doblez, transparente, coherente entre lo que piensa y dice. A la vez, que era capaz de cuestionar a sus contemporáneos por su hipocresía, fustigándolos fuertemente por el hecho de que se erigían en jueces de los demás.
Lo que Jesús está planteando no es que seamos perfectos, pero sí que seamos muy honestos con nosotros mismos, conscientes de nuestras propias debilidades y caídas. Se trata de andar en la verdad como expresaba Santa Teresa y eso es precisamente la humildad. Reconocimiento del propio pecado y del propio límite y desde ahí comunicarse con los demás y con Dios. No establecerse en un pedestal intocable y desde ahí condenar y juzgar a los otros y exigir de Dios una recompensa, porque ello es pura ceguera y aleja de Dios así como de la verdad de nosotros mismos, es finalmente deshumanizante. Y el camino de Jesús, que es el de la humildad, incluso el de la humillación, es de verdad humanizante.
“La humildad solamente puede arraigarse en el corazón a través de las humillaciones. Sin ellas no hay humildad ni santidad. Si tú no eres capaz de soportar y ofrecer algunas humillaciones no eres humilde y no estás en el camino de la santidad. La santidad que Dios regala a su Iglesia viene a través de la humillación de su hijo, ese es el camino. La humillación te lleva a asemejarte a Jesús, es parte ineludible de la imitación de Jesucristo: «Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas» (1 P 2,21). Él a su vez expresa la humildad del Padre, que se humilla para caminar con su pueblo, que soporta sus infidelidades y murmuraciones (cf. Ex 34,6-9; Sb 11,23-12,2; Lc 6,36). Por esta razón los apóstoles, después de la humillación, «salieron del Sanedrín dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús» (Hch 5,41)” (Gaudete et exultate 118).
Este es claramente un camino exigente, lo reconocen también los sicólogos que nos han enseñado que solo crecemos de verdad cuando reconocemos nuestras sombras, es decir, aquello que no vemos en nosotros mismos, pero que está ahí y lo rechazamos en los demás, con una permanente proyección. Preguntémonos qué es lo que más nos molesta de los otros y probablemente eso esté agazapado en nosotros mismos mordiéndonos sin reconocerlo. Por ello reconocer lo que más nos humilla de nosotros mismos será un camino de integración, de reconciliación y de paz. Será eso lo que nos permitirá a la larga crecer como un árbol plantado en los atrios de la casa del Señor, frondoso y vital, capaz de brindar sombra y vida a muchos otros. Un árbol que cobija desde el centro de su tronco y desde sus raíces, sin ocultar nada y dejando que sea Dios quien colme de luz la vida. La mirada es un espejo del alma y ella muestra lo que inunda el corazón, por eso es tan fundamental que trabajemos día a día para que el corazón esté realmente iluminado por el Señor. Que la presencia de Jesús ilumine todas las zonas de nuestra vida haciendo crecer en nosotros al hombre interior.
En este proceso nos anima la esperanza de que la máxima oscuridad, la muerte, ha sido vencida, por ello Pablo puede exhortar con tanta intensidad a sus hermanos a no cejar en el camino sino que emprenderlo con renovada voluntad. De nuevo citando a la andariega, caminar con determinada determinación. A pesar de toda nuestra debilidad y más aún agradecidos de ella, porque nos hace verdaderos ante el Señor quien expresa su fuerza en nuestra debilidad. Así Pablo expresa: “¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo! De modo que, hermanos míos queridos, manteneos firmes e inconmovibles. Entregaos siempre sin reservas a la obra del Señor, convencidos de que vuestro esfuerzo no será vano en el Señor”.