Por Oscar Casanova ss.cc.
Comenzamos un nuevo tiempo de Cuaresma y el evangelio de este primer domingo nos invita a acompañar a Jesús al desierto. Después de haber escuchado a su padre llamarlo “mi hijo amado”, al ser bautizado por Juan, y justo antes de comenzar su misión, el Espíritu lo adentra en la soledad y pasa cuarenta días en aquel lugar donde no hay nada, salvo Dios. La cuaresma es la oportunidad de retornar a ese espacio donde solo podemos dejarnos sostener por Dios, a calmar nuestro corazón, y a retornar a esa relación primordial que es la fuente de nuestra vida. Ahí descubrimos que esta hermosa verdad; que somos hijos e hijas amadas, no es estática sino que se fundamenta en un encuentro cada vez más profundo que es necesario cultivar, pues justamente ahí es donde radica la tentación de quien ya se sabe creyente, de saber que somos hijos de un padre amoroso, pero dejar de buscar su voz, su voluntad, su auténtico llamado, algo que nada puede reemplazar, ni siquiera conocer la escritura, no podemos olvidar que el tentador la conoce muy bien y no duda en utilizarla.
Es precisamente ahí donde la tentación intenta atacar a Jesús, “si eres el hijo de Dios…”. No es casualidad que el evangelista ponga esta escena justo antes de comenzar el ministerio de Jesús. Al mesías no le basta saber que es hijo de Dios, sino que necesita plantearse cómo va a realizar la tarea del hijo, qué tipo de mesías va a ser. Algo que para Jesús solo se responde con otra pregunta, ¿qué tipo de mesías quiere el Padre que el hijo sea?. Jesús ha pasado cuarenta días sostenido solo por Dios, preguntándole su voluntad, por eso mismo el ataque de la tentación choca contra un muro. Ante cada propuesta de lo que podría hacer el hijo de Dios, Jesús responde contundentemente con lo que sabe, el Padre quiere, en realidad, de su hijo. Jesús regresa del desierto confiado en que conoce cuál es la voluntad de Dios para su misión, pero también, con la certeza de la necesidad de volver constantemente al “desierto” para buscar su voz auténtica, pues ya ha experimentado que solamente desde esa honda relación brotará la fuerza y la eficacia de su mesianismo. Un mesianismo que no responde ni a las expectativas de otros, ni a cualquier necesidad individual, lo que hace que no pocas veces su ministerio sea tan desconcertante tanto para las autoridades judías, como para sus propios discípulos. Por eso mismo, su mesianismo termina en el aparente fracaso de la cruz, algo que puede resultar escandaloso o simplemente una locura.
Dejémonos conducir por el ejemplo de nuestro maestro y volvamos a entrar en el desierto, a ese “lugar” donde nos sabemos solo sostenidos por Dios, aprovechemos estos cuarenta días como una oportunidad para volver a contemplar nuestra vida de discípulos y a preguntarnos cuál es la auténtica voluntad del Padre. Será ahí donde volvamos a dotar de sentido a los pasos que damos en nuestro camino, cuando saborearemos el anhelo de quien nos ha invitado a caminar, quien nos ha llamado sus hijos amados y nos entusiasma para confiar en que, a pesar que muchas veces el camino nos parezca desconcertante, o demasiado arriesgado, realmente quiere conducirnos en una misión cuyo desenlace es la resurrección y la vida para todos.