Por Alex Vigueras ss.cc.
Hechos 15,1-2.22-29; Salmo 66,2-3.5-6.8; Apocalipsis 21,10-14.22-23; Juan 14,23-29
La ausencia que comienza con la muerte
¡Qué dura es la ausencia que comienza con la muerte! ¡Cómo explicar esa sensación de saber que aquel a quien amas ya no estará más! Y cada día tenemos la impresión de que va a aparecer, de que nos encontraremos con él o ella. Y ese encuentro no llega. La muerte inaugura un vacío tremendo, incomprensible. Un abismo que parece insalvable. Este es el tema de la película “Todas las mañanas del mundo”. El artista ha perdido a su amada y se confronta con el dolor lacerante de que “todas las mañanas del mundo [ella] no volverá”.
En la última cena, los discípulos están experimentando esa angustia de la posibilidad de no estar más con Jesús. Las palabras del Maestro suenan a despedida. Para ellos parecía imposible seguir adelante sin él. Toda la esperanza de los discípulos, toda su fuerza, toda su sabiduría -que hasta ahí no era mucha- estaba alimentada, sostenida por esa proximidad con Jesús. Habían aprendido a quererlo y ahora Jesús mismo los preparaba para su ausencia. De ahí la exhortación de Jesús: “¡No se inquieten ni teman! Me han oído decir: ‘Me voy y volveré a ustedes’. Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre…” (Jn 14,27-28) En ese momento de perplejidad, Jesús los invita a creer: “Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean.” (Jn 14,29)
Lo que Jesús quiere que sus discípulos crean es que él no los dejará; que estará siempre con ellos: “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará: iremos a él y habitaremos en él.” (Jn 14,23) La partida de Jesús inaugura una nueva presencia: más íntima, más duradera, más firme… definitiva. La inhabitación de Dios en cada uno de nosotros y en la comunidad cristiana. Esta promesa ya nos pone en la perspectiva del don del Espíritu Santo que nos transforma en morada de Dios. Y la vivencia concreta del mandamiento del amor es el signo de esta presencia de Dios en nosotros. Jesús le da peso a esta promesa al fundamentarla en el Padre: todo lo que él les ha dicho y prometido viene del mismo Padre que lo ha enviado. En efecto, el Padre es garante de esta promesa y, por ello, debemos creer. Por eso no tenemos que estar tristes, al contrario, debemos alegrarnos.
Una comunidad sin conflictos no existe
Las primeras comunidades cristianas no tenían nada de ideal. En ellas se experimentaron conflictos gigantes, como el que los llevó a realizar el Concilio de Jerusalén para discernir si los no judíos que se convertían al cristianismo debían o no circuncidarse, es decir, hacerse primero judíos. No era un problema menor, pues tiene que ver con la relevancia de la Ley judía y con el estatuto del pueblo judío como “Pueblo escogido”.
Es interesante cómo los discípulos tienen clara conciencia de que en este discernimiento han sido iluminados por el Espíritu Santo, es decir, que han discernido unidos a Jesús resucitado, es decir, a partir de sus criterios, orientados por su evangelio. Y esto los lleva a una decisión libre, desde la certeza de que es la fe y no la Ley la que salva y, por tanto, la condición de cristiano no pasa por el precepto de la circuncisión. Lo que está en primer lugar es la gracia incondicional del amor de Dios por su pueblo, gracia que quiere llegar a todos, no solo a los judíos.
Es interesante, también, que esta decisión no les llega por una iluminación caída del cielo, como mágicamente. Ellos recurren a pasos de discernimiento humanos: escogen delegados, organizan un Concilio, se reúnen, discuten, deciden, redactan una carta.
A veces tenemos la impresión de que la Iglesia no debe cambiar mucho. Como si todo cambio fuese una traición. O que puede cambiar, pero no en los aspectos más relevantes. Craso error. La Iglesia puede y debe cambiar para ser más fiel al Evangelio y al tiempo en que le toca vivir. Y estos cambios pueden afectar aspectos sustantivos. Así lo ha hecho en la historia y así lo debe seguir haciendo. Lo más importante es que esos cambios estén inspirados por Jesucristo y su Evangelio. Es decir, transformaciones inspiradas por el Espíritu Santo. Por ello es imprescindible el discernimiento.
La victoria es de Dios
Las primeras comunidades cristianas, como vimos arriba, son comunidades humanas, que se relacionan y disciernen al modo humano. No son extraterrestres que se salten los senderos de lo humano. Sin embargo, están animadas por una esperanza divina, trascendente. Aquello que esperan no está allá adelante, solo en el futuro, sino que es una plenitud actuante ya ahora en la historia. En sus pequeñas historias y en la historia del mundo. Esa es la certeza que se expresa en la visión de la Ciudad Santa, Jerusalén que desciende del cielo.
Es una visión que comunica la certeza de que la victoria es de Dios, la confianza en que su poder va transformando a las personas y las sociedades. En efecto, la visión de una “Ciudad” tiene que ver con que la vida plena que Dios nos ofrece no es solo para el individuo, sino siempre para la comunidad, para las sociedades, para todo el mundo.
Esa es la confianza que debe animarnos siempre y por eso se nos invita a no tener miedo. Y, lo más importante, se trata de confiar no solo en una promesa manifestada en un conjunto de palabras, sino en el amor de Dios por nosotros que se manifestó en Jesucristo y que sigue haciéndose vida en el Espíritu Santo.