En la revista Noticias, de la congregación, de julio de 1978, se informaba, primero que nada, de la muerte del hermano Juan Enrique Walker ss.cc., quien murió el sábado 10 de junio en la clínica de neurocirugía del hospital de la Universidad Católica de Santiago. Juan Enrique Walker dedicó la mayor parte de sus años de apostolado sacerdotal al servicio de los pobres. Compartimos aquí la nota aparecida en la revista, y más abajo, compartimos la presentación de la vida del padre Juan Enrique que fue publicada en el volumen colectivo titulado Cristianos ejemplares en Chile, elaborado por la «Comisión Nacional Jubileo 2000», de la Conferencia Episcopal de Chile, en el año 2000. Este testimonio, que se encuentra en las pp. 259-262 del mencionado volumen, fue publicado en forma anónima, como todo el resto de la obra. Sin embargo su autora fue la hermana María del Carmen Pérez Walker ss.cc.
(Casa Provincial, julio de 1978)
A comienzos del año, el padre Juan Enrique llegó a Santiago desde su comunidad de Viña del Mar para ser sometido a una intervención quirúrgica con el objeto de colocarle una válvula que le permitiera una mejor irrigación sanguínea cerebral. La intervención se realizó con éxito, y a pesar de haber quedado con una hemiplejía, se fue recuperando lentamente lo que le permitió ser trasladado a casa de sus familiares. El día de Pentecostés, tuvo una caída y agravamiento de su estado, lo que obligó a su traslado de urgencia a la clínica Santa María, y posteriormente a neurocirugía del hospital de la Universidad Católica, en donde fue sometido a una nueva intervención quirúrgica. Prácticamente desde el día de Pentecostés permaneció sin recuperar sus sentidos y en estado de coma. Recibió la unción de los enfermos, de manos del padre provincial, Manuel Donoso, el lunes de Pentecostés.
El padre Juan Enrique nació en Santiago el día 1º de agosto de 1922. Hijo de don Horacio Walker Larraín y de doña Teresa Concha. A igual que sus hermanos hizo sus estudios primarios y de nivel medio en el colegio del los Sagrados Corazones de Alameda en Santiago, al termino de los cuales ingresó al noviciado de los Sagrados Corazones. Fue ordenado sacerdote el 24 de septiembre de 1949.
Durante su vida sacerdotal se desempeñó como profesor en los colegios de Viña del Mar (1950-1953) y Valparaíso (1954-1965), en abril de 1955 es operado del cerebro en Santiago. En el colegio de Valparaíso es profesor, confesor y asesore de los misioneros de los Sagrados Corazones. En el año 1966 es trasladado a la parroquia de Gómez Carreño, en donde permanece hasta su muerte.
Grandemente estimado y querido por sus alumnos y feligreses y por sus numerosos amigos, el padre Juan Enrique se distinguió por su espíritu apostólico y misionero, por su gran sencillez y calidad, por su disponibilidad para todos y por su absoluta falta de pretensión y de egoísmo, no buscando nada para sí, sino todo para todos y sobre todo para sus pobres de Gómez Carreño.
(publicado en Cristianos ejemplares)
Padre Juan Enrique Walker Concha (1923-1978)
LA PROVIDENCIA FUE SU ALIADA
En una carta dirigida a su madre, el entonces seminarista Juan Enrique Walker Concha le pidió: «Rece por mí para que sea un santo sacerdote y un apóstol muy fecundo en buenas obras». Y, al repasar sus 55 años de generosa entrega, no cabe ninguna duda que muchos oraron y Dios los escuchó.
Porque el Padre Juan, perteneciente a la Congregación de los Sagrados Corazones, pasó por la vida haciendo el bien y nadie dudó jamás de su condición de hijo predilecto del Señor. Tanta fue su cercanía con el Cielo que cuando se abocaba con toda su energía a una de sus innumerables obras de servicio público y los recursos escaseaban haciendo peligrar el proyecto, él alentaba a los demás, afirmando que confiaran en la Divina Providencia, su «socia».
Sin embargo y a pesar de esa fe inquebrantable, fue un hombre aterrizado. «A través de estos recuerdos espirituales se podría creer que nuestro Presbítero andaba siempre en las nubes. Muy por el contrario. Era precisamente él quien se encargaba de ponemos sobre la tierra, empleando para ello algunos de esos refranes de la sabiduría popular. Vale la pena recordar especialmente aquel a Dios rogando y con el mazo dando, porque con este refrán volvíamos a tomar el arado para seguir trabajando», testimonió el poblador Pedro Gómez en el libro «Un hombre llamado Juan», escrito por Max Vilches, como un homenaje póstumo.
Un santo con zapatos rotos
Hijo del senador Horacio Walker Larraín y de Teresa Concha Cazotte, ambos distinguidos miembros de la aristocracia chilena de principios de siglo, Juaneque, como le decían cariñosamente sus amigos, eligió la pobreza como opción de vida. Y fue el más mísero entre los desposeídos. Todo lo regaló. Nada atesoró, salvo la amistad de los miles de pobladores de los sectores Gómez Carreño, Glorias Navales y Reñaca Alto en Viña del Mar, donde se entregó por entero al servicio generoso.
Dejó este mundo el 10 de junio de 1978. Una enfermedad cerebral, que lo obligó a someterse a tres difíciles trepanaciones de cráneo y que le provocó algunas dificultades en lo intelectual, especialmente en lo relativo a la memoria, así como también problemas físicos, tales como temblores y desequilibrios, fue la causa de su deceso. Sin embargo esta dolencia que finalmente lo llevó a la tumba, jamás fue impedimento para comportarse como el amado «cura bueno», como lo llamaban, a sus espaldas, las personas más modestas. Y si lo hicieron solapadamente no fue porque ese apelativo fuese una exageración o una falsedad. No. Era simplemente el reflejo fiel de una realidad constatada por todos, pero que él, por su extrema humildad, jamás habría reconocido.
La misa por su partida se realizó en la Iglesia del Colegio de los Sagrados Corazones de Valparaíso y según recordó Edmundo Durán, ex alumno de ese establecimiento, «fue un funeral nunca visto. Cuanta gente lo acompañó ese día. Pero lo más impactante para mí fue el llanto de toda esa gente humilde, que lo lloraba como si fuese el más querido de sus parientes. Y eso fue Juan Enrique para ellos: el buen hermano, el buen samaritano, el buen pastor».
Dio todo por los demás. Su generosidad llegó a tanto, que cuando iba a Santiago, sus familiares al verlo tan indigente, le regalaban vestuario y zapatos nuevos, para su uso personal. Sin embargo, le duraban poco. La pobladora Rosa Barrera nunca olvidará que a veces traía puestos calzados relucientes. Pero, apenas llegado de la capital reiniciaba su trabajo misionero y «si veía a alguien con los zapatos rotos, él iba, se sacaba los suyos y se los cambiaba».
Fue “un santo en vida”, sostienen todos los que lo conocieron. Y, en realidad, no se equivocan. “Se dedicó en cuerpo y alma a su apostolado y los pobres y los más humildes supieron de su bondad y de su caridad” se lee en la presentación de su caso como cristiano ejemplar, auspiciada por la Corporación Padre Juan Enrique Walker, formada por ex estudiantes suyos y cuya tarea es ayudar a las obras sociales creadas por este sacerdote-apóstol. Sergio Miranda Tirapegui, presidente de esa entidad, afirmó que fue prolífero en acciones: «Construyó capillas, albergues y un policlínico» y se las rebuscó para obtener fondos: “Recorría el comercio, a sus ex alumnos y amistades, buscando alimentos, vestuarios, remedios y materiales de construcción”. Nunca le faltó. La Divina Providencia estuvo siempre de su lado.
La catequista y pobladora Aída Gárate Espinoza participó junto al Padre Juan en muchas jornadas y durante varios años. “Era un amigo, que siempre estuvo junto a los pobres, cuando lo necesitaban ya sea en el día o en la noche”. Ni el frío, ni el hambre, ni las enfermedades obstaculizaron su trabajo apostólico, que realizaba a pié por los cerros. “Vivió sus votos de pobreza hasta el extremo, siempre atendió a los demás, sin preocuparse jamás de su persona”, recordó Rosa Barrera, quien más de alguna vez le “llamó la atención” por salir con fiebre a la calle. Sin embargo, él le replicaba: “Hay que salir a hablar del Señor”. Y emprendía su camino. Las quebradas polvorientas fueron testigos de sus pasos.
Educador del amor
Enseñó con el ejemplo, con la palabra, con su vida. Por eso llegó a tantos con su mensaje de amor. La juventud de esas poblaciones lo seguía y él los motivaba a entregarse a los demás. Junto a sus “chiquillos” viajó a Chiloé en varias oportunidades y hasta allí llevaron las palabras y las obras de Dios. Jóvenes de ambos sexos se convirtieron en misioneros y jamás las capillas de esos sectores estuvieron tan llenas de muchachos entusiastas y colaboradores, cautivados por este ser humano excepcional.
Erika Victoriano fue una de aquellas personas. Confesó que la primera vez que lo vio, creyó que era “un sacerdote cualquiera”. Pronto cambió su percepción: “Me di cuenta que era un amigo, un amigo que nunca había tenido y estoy segura que como él no encontraré otro”. Recordó que en esos años era una niña muy callada y a pesar de ello en cierta ocasión el sacerdote la nombró “comandante” en uno de esos trabajos en el sur. Un día tuvo que pronunciar un discurso ya pesar de su miedo, fue capaz de hacerlo: “Hablé lo que me salía del corazón y fue allí donde me di cuenta que yo podía dar mucho más de mí. Estoy segura que el Padre ya lo sabía. Fue él que de a poco me fue empujando para salir de mi timidez”.
La pobladora Martita Gómez, en el libro “Un hombre llamado Juan”, exteriorizó todo su asombro y reconocimiento. «Verlo en mi modesto hogar, pasando hambre y penurias para llevar no sólo el pan espiritual, sino muchas veces el pan material a sus pobres, ¡no!, ¡no!, ¡mil veces no!, su humildad no podía ser de esta tierra, su humildad era del que lo había enviado».