Por Nicolás Viel ss.cc.
El evangelio de este domingo conecta la experiencia del seguimiento con hondas experiencias de lo humano. La primera de ella es la de sentir que la vida es un camino y una peregrinación, “los mandó delante de él, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él.”. Atahualpa Yupanqui, cantor popular argentino, expresaba esta experiencia diciendo que “el hombre es tierra que anda”. Uno de los nuestros, Esteban Gumucio, también entendió la condición humana a partir de este elemento de peregrinación, “soy polvo de mucho caminos”, expresó en uno de sus poemas. El discípulo y discípula de Jesús entienden la vida como un camino.
La belleza de este camino está en que nunca vamos solos, lo que no quita que tengamos la experiencia de soledad que tiene cualquier opción humana. La experiencia del seguimiento y la misión siempre suponen caminar con otros. Y esto es toda una escuela y un aprendizaje, porque supone aprender a tolerar las diferencias, ajustar ritmos y a dejar que el otro me vaya moldeando interiormente con las cosas buenas de su vida.
Esto no es sencillo en una cultura marcada por un fuerte individualismo y narcisismo donde la relación con el otro está sumamente erosionada debido al fortalecimiento de la propia mismidad. Las relaciones humanas hoy en día están marcadas por la finalidadque hace que el individuo viva solo preocupado de su propia realización y rendimiento. Mientras el evangelio nos lleva a la comunidad, nuestro tiempo nos lleva al individualismo, por eso mismo la misión no es sencilla, “os envío como corderos en medio de lobos“, porque muchas veces esos lobos solitarios somos nosotros mismos, en medio de un tiempo ausente de grandes utopías compartidas y de fuertes entramados sociales y comunitarios.
Un segundo elemento del evangelio que podríamos resaltar tiene que ver con la experiencia humana del fracaso, “pero si entráis en una ciudad y no os reciben, saliendo a sus plazas, decid…”. Sabemos que ningún ámbito de misión es sencillo y la experiencia del fracaso es una posibilidad real. Pero el fracaso como experiencia se puede vivir desde muchos ámbitos. Puedo vivir la experiencia del fracaso en mi proceso de estudios, en mis relaciones, en mi vocación y en mis propios sueños.
Nuestra cultura actual no está hecha ni pensada para fracasar. El éxito se expone públicamente (es cosa de ver un rato nuestro Instagram) y el fracaso se vive en soledad. Hay mucha sociología sobre este dilema de nuestras sociedades contemporáneas y no son pocos los escritores que han reclamado la carencia de una “espiritualidad del fracaso”. Lamentablemente aprender a fracasar cuesta mucho más que aprender a tener éxito.
El evangelio de este domingo nos puede ayudar a darnos cuenta que en toda vida humana, especialmente la que está dedicada a la misión de Jesús y su reino, necesitamos aprender a aceptar, integrar y celebrar el fracaso. Aunque nuestros fracasos sean consecuencias de malas decisiones, hay que aprender a escudriñar lo hay de Dios en cada experiencia de fracaso, ya muchas veces en lo profundo hay una gracia inesperada. Si logramos reconocer que algo de nuestros fracasos tienen que ver con el Dios del fracaso por amor, la noche ya no sería noche sino motivo de gozo y adoración. En esta clave no es tan absurdo pensar que los fracasos se pueden, incluso, celebrar.
La integración del fracaso es un largo proceso interior. Desde la perspectiva del evangelio cuesta encajar el seguimiento con el éxito. Aunque la tendencia natural es a subir, la fe en Jesús nos muestra que la verdadera felicidad y libertad están en el abajarse. La condición de peregrinos y el aprender a fracasar son dos experiencias muy importantes para nuestra vida, sin ellas, será difícil que nuestra vida se la juegue por esos “sueños ineficaces”, que nos permiten descubrir que en esta vida lo importante es el camino y que la fecundidad es mucho más relevante que el aparente éxito.