Por Valeria Martins y Jorge Cernadas. Matrimonio y agentes pastorales parroquia San José de Libertad
¿Quién es mi prójimo? La trampa que intentó tenderle este Doctor de la Ley a Jesús le permitió regalarnos una de las enseñanzas más hermosas del evangelio. El Señor no hace oídos sordos a la insistencia de este personaje, sino que la aprovecha para ir más a fondo en la invitación apostólica que nos hace y así desafiar nuestras estructuras y esquemas, nuestras comodidades y lugares de confort. Esto da cuenta de cómo el bien siempre termina triunfando sobre el mal o sobre la malicia de algunas personas, aunque a veces nos cueste verlo porque el mal tiene mucha mejor publicidad que el bien y vende más en los medios de comunicación en estos tiempos.
En Argentina, más precisamente en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires tuvo gran repercusión mediática la lamentable muerte de Sergio Zacarías. Este hombre de 52 años murió en la calle de frío, de hambre, de abandono, de injusticia a cinco cuadras de la Casa de Gobierno, en el centro de la cuidad, bajo la mirada indiferente y cruel de tantos y tantas que pasamos al lado de nuestro prójimo, pero no lo vemos. Por supuesto que Sergio Zacarías no es la única persona que murió de frío en Buenos Aires. Esto es algo que viene pasando desde hace muchos años y es responsabilidad de los gobiernos que nunca han dado una respuesta definitiva al problema del hambre y de la vivienda en nuestro país. Pero estas situaciones no ocurren solo hoy en Argentina; sino que, desde los tiempos de Jesús, Él ya venía advirtiendo el mal de la indiferencia y diciendo con claridad qué es lo que, no solo como cristianos, sino como personas estamos llamados a hacer ante semejante situación. En las redes sociales comenzó a circular la frase “Abran las Iglesias”. Esta se viralizó inmediatamente y como respuesta también se empezaron a difundir todas las Iglesias (católicas, Evangelistas, Metodistas), Clubes de fútbol, ONGs y Asociaciones Civiles que desde hace tiempo vienen luchando contra el problema de hambre y del frío ofreciendo comida, albergue, duchas y asistencia a personas en situación de calle. Esto nose hizo pensar en muchas cosas. En primer lugar, nos sentimos interpelados por ese pedido de la sociedad. Como parte activa de la Iglesia tenemos conocimiento de todo lo que se hace por el prójimo, aunque debemos reconocer que no es en todos los lugares, o no todo lo que se podría. Y eso nos duele. Si bien es cierto que hay muchas Iglesias que abren sus puertas a “los más pequeños”, hay otras que permanecen cerradas, muriendo ellas mismas de frío y de soledad y desoyendo la invitación que el Papa Francisco nos hizo de ser “Iglesia en salida”. No obstante, también nos preguntamos: ¿Por qué siempre nos colocamos en el lugar de criticar a los demás por lo que no hacen en lugar de ponernos nosotros mismos en acción?
Creemos que las Iglesias o clubes no son los responsables de la pobreza; pero Jesús nos llama a no ser indiferentes ante el hermano que sufre, a compadecernos del dolor del hombre y de la mujer que están tirados al costado del camino, heridos, maltratados, solos y abandonados. Y sobre todo, a no mirar su religión, su origen étnico, su orientación sexual; sino su condición de persona, de hijo o hija amada por Dios y por lo tanto, sagrada. ¡Qué difícil es seguirte, Señor! Nos llamás a cuestionarlo todo. ¿De qué nos sirve ser como el sacerdote que pasó primero al lado del hombre herido, si nuestra fe se limita sólo a las paredes de los templos? ¿De qué nos sirve conocer las leyes como el Levita indiferente si no podemos mirar a quien está al lado sufriendo? ¿Cuándo dejaremos de creer que el extranjero es peligroso y nos quiere hacer daño sin pensar en tantos Samaritanos compasivos y misericordiosos que andan salvando vidas en silencio? Finalmente creo que no sólo tenemos que abrir las Iglesias, sino también nuestras casas, nuestras vidas, nuestro corazón al hermano y a la hermana que clama y grita con desesperación su abandono, su herida y su dolor. Hace pocos días un hombre salvadoreño, Oscar Martínez de 25 años y su pequeña hija Valeria de tan solo 2, murieron ahogados al tratar de cruzar el Río Bravo a la altura de la ciudad de Matamoros, del norteño estado Tamaulipas, México en su camino hacia EE. UU. Ellos también murieron de indiferencia como tantas otras personas que dejan sus vidas en el agua soñando con la esperanza de encontrar algún buen samaritano que cure sus heridas, que los cargue en su montura, que los conduzca a un albergue y que pague lo único que tenga por sus cuidados. ¿Seremos capaces de, como hizo Jesús ante la pregunta del Doctor de la Ley, acoger el desafío de su respuesta? ¿Estamos dispuestos a abrazar “la vida como viene” y ser los samaritanos y las samaritanas que el mundo de hoy necesita? Si el desafío nos parece demasiado, no tengamos miedo: Jesús viene con nosotros. Su amor y su gracia nos sostienen para siempre.