Por Beltrán Villegas ss.cc.
Ecle 1,1-2; Col 1 1-11; Lc 12,13-21
Nada hay que tanto rehuyamos los hombres como pensar en nuestra contingencia y fragilidad congénita, que se muestra sobre todo en nuestra muerte inevitable. Pascal decía que «nuestra condición es tan débil y mortal, y tan mísera, que nada nos puede consolar si pensamos en ella de cerca». Y añadía que «el único bien de los hombres consiste, pues, en divertirse (salirse del camino, distraerse) de pensar en su condición» especialmente «por medio de lo que se llama diversiones«. Pero, más en general, señalaba que «jamás buscamos las cosas, sino la búsquedade las cosas», poniendo el famoso ejemplo del cazador, al que no le interesa la liebre (que podría fácilmente comprar en el mercado), sino la caza, porque -dice- «no es la liebre lo que lo libra de pensar en su condición humana, pero sí la caza de la liebre».
Las penetrantes páginas de Pascal nos dejan ante un fenómeno muy humano que no se puede calificar de «necio» o «estúpido». Este es, en cambio, el calificativo que le merece a Jesús la actitud del rico que cree encontraren la riqueza la seguridadque su condición humana le negaba. Y es que lo propio de la riqueza es que no solo induce a no pensar en nuestra condición contingente y mortal, sino que invita a ver en la situación que ella otorga una verdadera seguridad: y esto es necedad: es decir, no comprender la realidad como es, y pensar la propia vida en función de algo que no es real. Los filósofos existencialistas como Heidegger, tenían toda la razón en decir que el hombre vive una existencia alienada, no auténtica, mientras no asume conscientemente su realidad mortal, su «ser para la muerte». Era en el fondo, el «memento mori» de la ascética cristiana. Solo si pensamos nuestra vida a partir de su fragilidad, contingencia y mortalidad, estaremos actuando cuerdamente.
Ese «necio» del Evangelio de hoy nos urge a vivir a la luz de una comprensión más objetiva de las cosas, y de manera más específica, de una comprensión de lo que es la riqueza (comprensión ésta, que la riqueza tiende a obstaculizar). El Evangelio nos dice al respecto cosas esenciales.
Lo primero, es que los bienes de la tierra son realmente un bien, y que tenerlos no es injusto: lo que es un mal es la pobreza, carecer de los bienes necesarios. Pero la riqueza, cuando es acumulación considerable y abundante de bienes, según el Evangelio es «peligrosa» por cuanto envuelve un doble peligro: el primero ya lo hemos expuesto y es hacernos olvidar nuestra radical dependencia de Dios, presentándose como una «fuente de seguridad» y por lo mismo como un pseudo Dios. Por eso el Evangelio nos dice que «el rival» de Dios es la riqueza (Mt 6,24), y por eso nos habla del «engaño de la riqueza» (Mt 13,22).
Lo segundo, es que la riqueza nos hace fácilmente ciegos para no ver la dosis de injusticia que a menuda ella conlleva. Porque debería ser evidente que hay ciertos niveles de acumulación de bienes que constituyen una desigualdad objetivamente injusta. E, igualmente, que es un escándalo que clama al cielo un derroche ostentoso y provocativo desplegado a la vista de gente que carece de las cosas más elementales.
¡Qué terrible será verse tratado por Dios de «necio»: no «explotador», sino simplemente «necio»!