Por Nicolás Viel ss.cc.
Que el despertar no muera nunca
2 Sam 5, 1-3; Col 1, 12-20, Lc 23, 35-43
El ciclo litúrgico se va terminando con la fiesta de Cristo Rey. Probablemente esta debe ser una de las fiestas litúrgicas más recientes de nuestra Iglesia (recién se promulgó en 1925 por Pío XI). La fiesta tenía la pretensión de mostrar a un Jesús poderoso en medio de un mundo removido por profundas crisis sociales y políticas que comenzaban a poner en cuestión la fe y la pertenencia a la Iglesia. Aunque el sentido actual de la fiesta es distinto al de sus orígenes, sigue siendo esta celebración una oportuna ocasión para pensar, desde la perspectiva del evangelio, el fenómeno del poder.
El evangelio de Lucas nos muestra a un Jesús frágil, humillado y sin poder, “Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”, “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Mientras el pueblo y los magistrados esperan un mesías triunfante y poderoso, encuentran en Jesús un mesías pobre y sufriente. El contraste y el desajuste de expectativas no puede ser más brutal.
Nadie se imaginó en esos momentos que la fragilidad de ese hombre en una cruz sería la fuente del mayor sentido y amor que ha conocido la historia. Nadie pudo ver en esas heridas y en esos tormentos la justa reivindicación de todas las víctimas de la historia. La realidad tiene un fondo que muchas veces no podemos percibir.
Algunas pistas de lo que estamos viviendo hoy como país a partir del evangelio.
En primer lugar tenemos que reconocer que nuestra mirada de lo que sucede suele ser muy superficial. Y justamente el evangelio nos invita a mirar con la hondura del amor. Quizás nadie se imaginó que esos primeros saltos estudiantiles sobre los torniquetes del metro eran el atisbo de un profundo descontento, fruto de un sistema que ha abusado, dañado la vida y las expectativas de todo un pueblo. Lo triste es que esa ceguera social no solo fue propia de las autoridades, que sin duda tienen una lejanía enorme respecto de la vida de la gente, sino también de muchos de nosotros. La primera invitación del evangelio es tener miradas profundas frente a lo que está sucediendo, lo que no es sencillo en este mar de caricaturas que aparecen de un lado u otro en las redes sociales.
Y una breve reflexión sobre el poder. En estas semanas hemos visto los distintos rostros del poder, su eficacia y sus contrastes. Hemos visto el poder de la fuerza policial y las armas, que en algunos casos solo han servido para herir y reprimir a su propio pueblo. Hemos visto el poder de la violencia irracional de manifestantes que arrasan todo lo que está a su paso, creyendo que la violencia es el camino ante el abuso, la desigualdad y la falta de dignidad de tantos y tantas. Y también hemos visto el poder de la no violencia y de la organización. Es el poder de los que se movilizan sin destruir ni dañar a nadie, simplemente para reclamar legítimamente por un país más digno y justo. Ellos y ellas son los que quieren recuperar un “nosotros” perdido que se esfumó en las engañosas luces del porvenir neoliberal.
En medio de tanto desconcierto e inseguridad de pronto irrumpen escenas que nos traslucen este poder del amor frágil del que nos habla el evangelio. Podríamos comentar varias imágenes, pero me detengo solo en una. Hace algunos días mientras las fuerzas especiales con mucha violencia se llevaban detenida a una estudiante, ella llamaba desesperadamente a su padre. En medio de la violencia policial su padre apareció y se abrió camino hasta llegar a su hija. El padre logró abrazar a su hija en medio de ese tenso momento. Ambos quedaron fundidos en un solo abrazo sin importarles que en ese momento estaban los dos siendo detenidos y subidos a un carro policial. El poder del amor fue más fuerte que los aparatosos trajes de las fuerzas especiales y el abrazo fue el arma más poderosa y eficiente.
Esta fiesta nos invita a creer en la eficacia del poder del amor. Mientras la humanidad se deslumbra ante los grandes poderes militares o políticos, el evangelio de este domingo pone su mirada y su amor en el verdadero poder, ese que tiene que ver con la entrega de la vida y que está escondido en la fragilidad de la cruz o ese que se atisba en ese ladrón arrepentido que en medio de su condena simplemente le pide a Jesús que lo recuerde para poder tener un lugar con él junto al Padre, “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.
Ojalá que nunca más nos engañen las luces de esos falsos poderes del consumo y el bienestar de pocos a costa de la pobreza de muchos. Que el Cristo humillado nos permita mirar la hondura de lo real y que el amor de la cruz nos despierte para siempre. “Y que ese despertar no muera nunca”.