Por Beltrán Villegas ss.cc. (†)
Is 11,1-10; Rom 15,4-9; Mt 3,1-12
San Pablo nos dice que para nosotros, los cristianos, el Antiguo Testamento tiene que ser una escuela de esperanza. Dice, en efecto, que «si podemos mantener la esperanza, es gracias… al aliento que encontramos en las Escrituras» (=el AT), y, en este sentido, que «todo lo que antes se dijo (en la Biblia) se escribió para nuestra instrucción» (2ª Lectura). Podríamos decir que la fe del pueblo israelita consistió en la certeza de que se cumpliría la promesa hecha por Dios a Abraham a favor de su descendencia y, a través de ella, de todos los pueblos de la tierra: esperanza inconmovible que no se desalentó en los fracasos ni se sintió cumplida plenamente en momentos felices como la salida de Egipto, la conquista de la tierra, la gloria de los reinados de David y Salomón, o el regreso desde el exilio babilónico. Y también nosotros, los cristianos, a pesar de reconocer el carácter definitivo (escatológico, se dice en la terminología técnica teológica) del ministerio de Jesús y -sobre todo- de su muerte y resurrección, seguimos esperando el pleno cumplimiento de «la Promesa» que es el A.T.: solo que para nosotros, ese cumplimiento no puede ser más que la manifestación visible de toda la riqueza escondida en la persona concreta de Jesús de Nazaret, el Crucificado resucitado y glorioso.
El pueblo de Israel fue expresando su anhelo y su esperanza a través de siglos en formas siempre diversas, según las coyunturas históricas y culturales, pero siempre expresadas en un lenguaje simbólico y poético. Una de las constantes en la formulación de lo que esperaba el pueblo de Dios en el A.T., era la de concebir el pleno cumplimiento de «la Promesa» como el logro de «la Paz»: de una paz total y definitiva. Quizá la más bella expresión de este anhelo en el A.T. sea la que nos presenta el texto de Isaías que escuchamos en la 1ª Lectura.
Pero hay algunas pinceladas que nos muestran claramente que no estamos ante una utopía alienante, sino ante una visión que se basa en una denuncia y una protesta frente a una realidad inaceptable y que se propone suscitar un dinamismo hacia una meta ideal de plena paz, con la certeza de que, si nos comprometemos en ese movimiento, Dios va a coronarlo de una manera que sobrepasa nuestra imaginación. Esas pinceladas de realismo en esta página de un lirismo mítico son, sobre todo, dos: en primer lugar, la frase «No habrá quien haga daño en todo mi monte santo», que nos deja ante la evidencia de que la paz está vinculada con la práctica de la justicia; y, en segundo lugar, la frase que quiere dar la razón de este reinado de la justicia: «Porque así como el agua llena el mar, así el conocimiento de Dios llenará todo el país»: frase que nos hace tomar conciencia de que la actuación es realmente justa cuando está orientada por los criterios de Dios y ajustada a ellos.
Y el profeta Isaías nos presenta por eso al rey mesiánico, descendiente de David (el hijo de Jesé), como compenetrado del espíritu de Dios y de sus criterios, para que, con «la justicia» como banda terciada y con «la verdad» como ceñidor, pueda ejercer el juicio de Dios, claramente parcial en beneficio de los débiles y pequeños. Es la gran descripción con que se abre el texto: «Retoñará el tronco de Jesé…Entonces, el lobo…»
Es en esta misma línea donde se sitúa también Juan Bautista para describir al Mesías que está a punto de venir para instaurar el reinado de Dios, subrayando el inevitable «Juicio de Dios» que tendrá que preceder al establecimiento del reinado de Dios. Pero esto aparece con un énfasis muy visible sobre la posibilidad, para escapar de la condenación en el juicio, que abre el arrepentimiento o la conversión, con «obras que muestren que se han arrepentido o convertido».
Y Jesús corroborará el mensaje del Bautista, eso sí, añadiendo la «buena noticia» de que mientras haya posibilidad de conversión no se desplegará el juicio de Dios.
Pero, de todos modos, en lo que están de acuerdo el Antiguo y el Nuevo Testamento, es en que lo que esperamos, tenemos que hacerlo meta y orientación de nuestra praxis, para poder tener en el presente cierta anticipación del cumplimiento de «la Promesa»: anticipación tanto más plena cuanto más se asemeje nuestra praxis a la del Mesías descrito por Isaías y hecho realidad histórica en Jesús de Nazaret.