Por Beltrán Villegas ss.cc. (†)
Ecle 3,2-6.12-14; Col 3,12.21; Mt 2,13-15.19-23
La Encarnación (el “hacerse hombre” el Hijo de Dios) nos lleva necesariamente a una familia, pues el “hacerse hombre” es un proceso no solo genético sino también cultural. Nadie puede hacerse realmente ser humano sin insertarse en una cultura, con sus técnicas, representaciones y valores. Y el ambiente primario para esta inserción es el grupo familiar.
Sobre este papel de la familia ha escrito Juan Pablo II una página memorable en Centesimus Annus (N°s 38 y 39) «Además de la destrucción irracional del ambiente natural hay que recordar aquí la más grave aún del ambiente humano, al que, sin embargo, se está lejos de prestar la necesaria atención.»(…) «La primera estructura fundamental a favor de la «ecología humana» es la familia, en cuyo seno el hombre recibe las primeras nociones sobre la verdad y el bien; aprende qué quiere decir amar y ser amado, y por consiguiente qué quiere decir en concreto ser una persona. Se entiende aquí la familia fundada en el matrimonio, en el que el don recíproco de sí por parte del hombre y de la mujer crea un ambiente de vida en el cual el niño puede nacer y desarrollar sus potencialidades, hacerse consciente de su dignidad y prepararse a afrontar su destino único e irrepetible. En cambio, sucede con frecuencia que el hombre se siente desanimado a realizar las condiciones auténticas de la reproducción humana y se ve inducido a considerar la propia vida y a sí mismo como un conjunto de sensaciones que hay que experimentar más bien que como una obra a realizar. De aquí nace una falta de libertad que le hace renunciar al compromiso de vincularse de manera estable con otra persona y engendrar hijos, o bien le mueve a considerar a éstos como una de tantas «cosas» que es posible tener o no tener, según los propios gustos, y que se presentan como otras opciones.
Hay que volver a considerar la familia como el santuario de la vida. En efecto, es sagrada: es el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano. Contra la llamada cultura de la muerte, la familia constituye la sede de la cultura de la vida».
Es demasiado evidente que la familia está en crisis en nuestro mundo. Y debería ser igualmente evidente que la reacción prioritaria frente a este hecho tiene que ser la de robustecer esta institución familiar, y no la de debilitarla. Y ese robustecimiento, antes que en normas legales o en estímulos económicos tiene que darse al nivel de la conciencia socialmente compartida de que están en juego valores trascendentes, sin los cuales es impensable un bien común de veras humano y humanizante. Y esta toma de conciencia tiene que darse justamente al interior de la vida familiar y a través de las relaciones interfamiliares. Sin una neta toma de posición por parte de la “Sociedad” con todas las instancias que tejen su trama, las políticas del “Estado” serán inevitablemente ineficaces.
Pero en la búsqueda del robustecimiento de la institución familiar debe evitarse la unilateralidad consistente en subrayar una preocupación obsesiva y angustiosa por la “seguridad”. La familia se robustece, paradójicamente, cuando se respeta la libertad con sus inevitables riesgos. Y se educa para la libertad cuando se enseña a discernir con lucidez los factores que están en juego en las decisiones importantes.
Si en nuestra lucha por robustecer la institución familiar nos dejamos guiar por un modelo de familia autoritario, rígido e impositivo, vamos al fracaso inevitable. La gran urgencia es concebir y encarnar con coherencia un nuevo modelo que no resulte inasimilable por anacrónico y que, por el contrario, sea capaz de entusiasmar y estimular a una juventud idealista y generosa.
El Hijo de Dios se hizo hombre en una familia. ¿Serán nuestras familias capaces de darle a sus hijos lo que el hogar de Nazaret le dio a Jesús?