Is 58, 7-10; 1ª Co 2, 1-5; Mt 5, 13-16
El Sermón de la Montaña según Mateo recibe amplia acogida en la liturgia dominical de este «Ciclo A». El Domingo pasado leímos la Introducción a este gran Sermón, que son las Bienaventuranzas, y seguiremos hoy y durante cinco domingos más leyendo esta riquísima sección del evangelio mateano.
Si las Bienaventuranzas nos abrían el horizonte del destino «bienaventurado» que se les promete a quienes comparten los valores y actitudes proclamados por Jesús como un nuevo «estilo de vida», el trozo que las sigue – que es el que acabamos de leer – enfatiza la responsabilidad de quienes asumen o acogen el mensaje de Jesús. El Evangelio de Jesús es una «buena noticia» solo para quienes – al mismo tiempo – lo comprenden y asumen como una tarea exigente y una responsabilidad: tarea y responsabilidad enormes, ya que abarcan a toda la humanidad.
Para Jesús, su Evangelio nunca puede descubrirse como una buena noticia solamente para aquel que la encuentra. Habría que decir que solo es buena noticia cuando descubrimos que ella es capaz de darle sentido positivo a la existencia de todos los hombres. Es esto lo que hace imposible y contradictorio abrazar el Evangelio solo en busca del propio bien, y guardarlo celosamente como una «receta secreta» para la propia plenitud y salvación. El Evangelio solamente se descubre como bien para uno cuando se lo comprende como bien para todos los demás, con lo cual nos saca de ese egoísmo profundo que constituye el meollo más característico del pecado humano que vicia la raíz de nuestra existencia.
Hay una idea subyacente que le da su pertinencia al trozo que leímos hoy como evangelio: y es, que una actuación como la que nos propone no puede darse si se pierde esa calidad interna que hace de uno discípulo de Jesús. Tal calidad se resume, en el fondo, en las actitudes descritas en las Bienaventuranzas mateanas.
El énfasis más «puntudo» del Ev. de hoy está en que es posible perder la calidad de discípulo si se flaquea en las persecuciones aludidas en la última de las Bienaventuranzas que leímos el Domingo anterior.
Hay una doble dimensión de la adhesión a Cristo que es indisociable: la que nos llena de «bienaventuranza», y la que nos impone una enorme e insoslayable responsabilidad. No es verdaderamente cristiano aquel que solo se deja arrullar por la maravilla de sentirse amado por Dios, como tampoco lo es aquel que vive angustiado por la responsabilidad de difundir el Evangelio.
Hay, pues, en toda vida cristiana, una indispensable tensión entre la dimensión «gracia» y la dimensión «deber»: tensión «incómoda» (si puede decirse así) e imposible de eliminar, pero que genera la única manera posible de ser fieles a Dios.