Domingo 23 de febrero de 2020

Lev 19,1-2.17-18; 1 Cor 3,16-23; Mt 5, 38-48

Hoy día el evangelio nos presenta las dos últimas formas en que Jesús desea -en el Sermón de la montaña- que la praxis de sus discípulos supere la que se encontraba en vigencia dentro del mundo judío. Ambas se refieren a la actitud que deben tener los discípulos frente a quienes les han hecho algún daño o simplemente les muestran hostilidad.

En la primera antítesis de hoy es importante reconocer el estilo poético e hiperbólico del lenguaje de Jesús, del que no se debe hacer una lectura de casuística jurídica. Es muy fácil comprobar que la gran mayoría de las palabras de Jesús se dirigen creativamente a la mente de los oyentes para hacerlos pensar y así llegar a «lo que él quiere decir».

Sin lugar a dudas, la mayor diferencia entre la praxis judía (y humana en general) y lo que Jesús plantea como voluntad de Dios, consiste en su rechazo del odio a los enemigos y en postular con gran énfasis el deber de ganarlos y de encarnar este amor en actos concretos, como el saludarlos y rezar por ellos.

Lo más importante en este llamado a amar a los enemigos, está en la dimensión propiamente «teológica» que tiene este amor universal que se extiende hasta los mismos enemigos. La motivación decisiva a favor de un amor que abarque a los que nos hostilizan es la conducta de Dios: «…a fin de que lleguéis a ser hijos de vuestro Padre que está en los cielos, pues hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos». Y la conclusión es aún más explícita: «Seréis, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto».

De nuevo hay que insistir en que estas palabras de Jesús (conservadas en forma plena por el evangelista Lucas, y bastante abreviadas por el evangelista Mateo) no son recetas llamadas a ser tomadas y cumplidas en su materialidad literal, sino expresiones que, al herir fuertemente la imaginación, señalan hasta dónde puede llegar un amor auténtico a los enemigos. Esto es lo sustancial de lo que aquí se inculca.

Y es bueno señalar que la norma de amar a los enemigos no tiene antecedentes ni en la Biblia (A.T.) ni en la literatura greco-latina. Y que todos los textos del mismo Nuevo Testamento que contienen esta idea muestran claramente que dependen de estas palabras de Jesús conservadas por Mt y Lc.

Necesitamos hacernos a menudo un examen de nuestras actitudes más profundas, pues no podemos dar como un hecho adquirido que estemos inmunizados contra sentimientos de rencor, de venganza o de envidia que no pueden cultivarse o tolerarse en el corazón de quien quiere vivir realmente como hijo del Dios del amor.

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