Gn 12,1-4; 2 Tim 1,8-10; Mt 17,1-9
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.
De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:
«Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía:
«Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo:
«Levantaos, no temáis».
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó:
«No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
“Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo”
Cuando estamos enamorados, vemos al otro con ojos luminosos. El amor transfigura al amado, nos obnubila, incluso biológicamente nos moviliza. “Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”, decimos como Pedro.
Y Dios Padre-Madre, enamorado-a también, declara que se complace en su hijo y nos invita a escucharlo.
Ante esta visión, como los discípulos, caemos de bruces en nuestra propia realidad y en nuestros propios miedos. Pero Jesús, el Salvador, se nos acerca y nos toca. Nos recuerda que no hay razón para tener miedo y una vez más nos levanta y endereza. A algunos desde la barbilla, a otros los tomará desde la espalda y a otros más de la mano. A todos nos levanta.
El evangelista nos cuenta que los discípulos “al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo”. No solamente ya no estaba con Moisés ni Elías. Era nada más que Jesús, el hijo del carpintero José, el de ese lugar con mala fama llamado Nazaret. Ese que espera conmigo la micro, el que se queda dormido en el metro, el que se baja en la última estación. Es el compañero de trabajo que no habla mucho, es la cajera del supermercado, la mujer que atiende en la farmacia.
Al bajar de la montaña vemos el valle lleno de casas, de calles, de locales comerciales, de ruido, de marchas, de carabineros. Y en medio de ello Jesús, el Salvador, ya no transfigurado, sino en el rostro de los que vamos caminando en este marzo chileno tan lleno de incertidumbres.
Sin embargo, no todo es incierto. Por puro amor de Dios, nosotros también hemos visto el rostro amoroso de Jesús, lo hemos visto resplandeciente en la solidaridad del vecino, en el juego de los hijos, en la complicidad de los amigos, en la compañía de nuestra pareja y en el amor infinito de nuestros padres y madres. Que esa visión nos fortalezca la fe en Jesús de Nazaret y nos ayude a no perder la esperanza en la transformación de nuestro país en uno más parecido al que Dios tiene pensado para nosotros.