Segundo domingo de Pascua

Hch 2,42-47; 1Ped 1,3-9; Jn 20,19-31

El Evangelio de hoy comienza presentándonos la alegría de los discípulos al ver a Jesús resucitado, y termina con las palabras de Jesús que proclama dichosos a los que creen sin haber visto. Esto nos ayuda a comprender que la fe pertenece a un orden distinto del de la experiencia inmediata (como se da sobre todo en el ver y en el tocar). La fe pertenece a ese nivel en que nuestra mente percibe el sentido de los hechos que experimentamos o que conocemos de una u otra forma. Dicho en otros términos, la fe se sitúa no en la línea del saber sino en la del comprender. La verdadera fe en Jesús resucitado no es la que se queda en el hecho, sino la que percibe el alcance que ese hecho tiene para nuestra comprensión de la vida y de la realidad entera.

Y las otras dos lecturas de la liturgia de hoy están destinadas a mostrarnos cómo la resurrección de Jesús es para nosotros una buena noticia, generadora de gozo y de alegría. La carta de S. Pedro nos deja delante de los ojos la dimensión de gozosa esperanza que tiene esa fe, ya que contiene la certeza de que Dios quiere admitir a los hombres a una vida incorruptible que se despliega desde ahora en una relación de amor con el Crucificado resucitado, Es imposible expresar mejor que con sus propias palabras la comprensión que el apóstol Pedro tenía de las proyecciones que para nosotros posee la resurrección de Jesús (Ver 1 Ped 1,3-4ª.6-8).

El libro de los Hechos de los Apóstoles, por su parte, nos describe cómo la posesión de una misma fe en el Resucitado llevó a los primeros creyentes a vivir gozosamente una plena comunión entre ellos. Y es que, cuando se percibe que el sentido absoluto y definitivo de la vida encuentra su fuente y raíz en Cristo resucitado, y que, por consiguiente, la mayor riqueza es la fe en él, es imposible que no se generen entre los creyentes unos sentimientos de comunión – y de gozo en la comunión – más fuertes que los que pueden brotar del común entusiasmo por una misma causa, sea ella estética, intelectual, política o deportiva. La lógica que está detrás de ese «comunismo del amor» que se dio en los comienzos de la Iglesia en Jerusalén (y que a la larga no resultó practicable), puede expresarse como sigue: «Si lo más esencial se tiene en común, ¿cómo no tener en común lo menos importante?» Por mucho que una apreciación realista nos diga que el «proyecto» de la comunidad de Jerusalén era utópico, es imposible no percibir que la búsqueda de la mayor comunión posible pertenece a la dimensión más entrañable e irrenunciable del espíritu cristiano. Leer este texto del libro de los Hechos de los Apóstoles nos deja grabada en la mente una imagen en la que se refleja algo del más profundo «deber ser» de nuestra Iglesia (Leer Hch 2, 44-46).

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