Un Dios seductor

Según nos dice la Escritura: Nadie ha visto jamás a Dios (Jn 1,14) ni puede ver a Dios (Colosenses 1,15), quizá con la excepción de Moisés, que hablaba con Dios cara a cara (Éxodo 33, 11). Y por supuesto el Hijo único de Dios que estaba en el seno del Padre (Jn 1,18).

Todo el Antiguo Testamento está lleno de oraciones y deseos de «ver el rostro de Dios», como ese bellísimo Salmo de hoy: «mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua». Son palabras fuertes: la sed crea un estado de intranquilidad, desasosiego y angustia… Y la ansiedad, que según el diccionario es angustia que suele acompañar a muchas enfermedades y que no permite sosiego a los enfermos. No es, por tanto, simple curiosidad o un planteamiento intelectual, sino una necesidad vital que afecta a muchas personas (¿a todas?). ¿Tienes verdaderas ansias, sed de Dios?

La Biblia, que es «revelación» de Dios, nos ayuda para conocer verdaderamente a Dios, su «rostro». No hace discursos ni razonamientos sobre él. Pero sí nos ofrece el testimonio, la experiencia de hombres y mujeres que han tenido una especial relación con Él… de modo que nos ayuden a interpretar y reconocer la nuestra. Claro que todas suponen un fuerte componente «subjetivo», y por eso unas y otras se enriquecen y complementan. Hoy nos encontramos con una de esas experiencias, peculiar, intensa, apasionada e incluso un poco «blasfema». Se trata del Profeta Jeremías.

UN DIOS SEDUCTOR

No estamos nada acostumbrados a su lenguaje para hablar de su relación con Dios: «me sedujiste«, y «me has podido«. Es el lenguaje del amor y del sexo, de la pasión, de la seducción. Dios se comporta como un conquistador, como un galán, capaz de usar todas sus tretas y artimañas para enamorar a quien se propone. Según nos describe el diccionario, seducir es: «Persuadir a alguien con argucias o halagos para algo, frecuentemente malo. Atraer físicamente a alguien con el propósito de obtener de él una relación sexual. Embargar o cautivar el ánimo a alguien».

Y el profeta se dejó seducir por ese Dios seductor. Está recordando su «amor primero», allá cuando contaba unos 24 años. Y su corazón quedo «apresado», tanto… que nunca llegaría a casarse.

Es bello y atrevido este lenguaje, y nos puede ayudar a reformular nuestra propia experiencia de fe, una fe que es amor. También el Señor ha procurado enamorarnos, nos ha ido haciendo regalos, nos ha acariciado el alma, nos ha hecho sentir su cariño y compañía. Tal vez recordemos la fe de nuestra infancia y adolescencia u otros momentos de la vida de cada uno: cuando la oración era sencilla y habitual, cuando no teníamos dudas ni inquietudes, cuando no habíamos pasado por el desierto del sufrimiento, cuando tuvimos nuestros primeros amores, quizá el día de nuestra Confirmación o matrimonio… cuando nos llenamos de buenos propósitos y de generosos compromisos. Cuando nos sentíamos bien con él y con los otros.

Pero después… llega la queja, la decepción, la protesta:«me forzaste y me pudiste». Es el sentimiento de haberse sentido engañado: ¡Ah! Yo no pensaba que eso de estar con Dios iba a traerme sufrimiento, que me tocaría ir contracorriente, que iba a traerme el rechazo de los míos, que incluso se iban a burlar de mí y a encerrarme en un pozo oscuro. A Jeremías no le agrada en absoluto tener que ser Testigo del Amor, ir a contar a otros lo que siente en su interior… y encontrar rechazo.

  EL CAMINO DE LA HUIDA… IMPOSIBLE

Entonces viene la huida: Me dije ‘no me acordaré más de él, no hablaré más en su nombre’… Es parte del proceso de la fe. Puede que no lo hayamos dicho con estas mismas palabras, pero no es infrecuente intentar olvidarse, abandonar, renunciar a esta relación como si fuera tóxica: «No quiero saber más de Dios, voy a montarme la vida como si no existiera, ¡vaya ganas de complicarme la vida!; esa Palabra de la Escritura me estorba, me pincha, me fastidia…», y hemos buscado otros amores, otros caminos más cómodos o llevaderos.

Pero Jeremías no lo consigue aunque se lo proponga. La clave está en la «PALABRA». Todo lo que Dios le había dicho le había llegado al fondo del corazón y allí se había quedado. Nosotros pocas veces nos ponemos «a tiro» de la Palabra de Dios de esta forma. María, la madre de Jesús, sí lo hizo… y llegó a ser la mujer fuerte que salió adelante de todas las dificultades.

Cuando dejamos que esa Palabra entre al fondo de nuestra mente, corazón y vida… se convierte, según experiencia del profeta en, «fuego ardiente en las entrañas»; intentaba contenerla y no podía, se le salía, le desbordaba. Y es que Dios había sembrado la semilla de su Palabra en las «entrañas», donde puede ser fecunda. Como dice la Carta a los Hebreos:  «La palabra de Dios es viva y eficaz y más aguda que espada de dos filos; ella penetra hasta la división del alma y del espíritu… y es capaz de juzgar los sentimientos y los pensamientos» (Hb 4,12).

Ese fuego ardiente tenía tres focos: su exquisita sensibilidad y tendencia a la ternura y a la bondad, que le hacían muy desagradable ser profeta de calamidades; su enamoramiento del pueblo al que amaba con toda su alma; y su adhesión y entrega incondicional a su Dios, que le había seducido sin remedio, y del que dice  «Pero Yahvé está conmigo, cual campeón poderoso» (Jr 20, 11).

Cuando en la Liturgia de la Palabra nos proclaman «Palabra de Dios», se quiere subrayar y recordar que Dios nos ha hablado, que Dios se ha hecho presente por medio de su Palabra proclamada… Y respondemos: «te alabamos, Señor»: Agradecemos haberte escuchado, conocer tu voluntad… y ahora nos toca meterla en las entrañas y darle respuesta con nuestra vida.

Jeremías no puede olvidarse de Dios, no es capaz de prescindir de él, no puede callar su Palabra. Y tendrá que aprender que la felicidad y el amor, y la entrega a Dios (la misión/vocación) pasan por momentos de amargura y soledad, que Él no nos evita el sufrimiento, el rechazo, el dolor, y el fracaso. Por tanto hay que confiar en que saldremos campeones con él… al final

PENSAR COMO DIOS

Es muy oportuno tener en cuenta lo que Pablo nos dice en la Segunda Lectura: no siempre lo que sentimos dentro es Palabra de Dios. Se nos cuelan muchas otras cosas, y podemos ser presas de nuestras ideas fijas, de nuestros intereses, de nuestros fanatismos, de las expectativas ajenas… Y nos avisa: «Transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto«. Discernir, discriminar, purificar, acrisolar para que nuestras palabras y opciones respondan a las de Dios… Y no a las de Satanás.

Pedro nos lo explicaría muy bien. Con su mejor buena voluntad, no le cabe en la cabeza que el amor de Jesús por su pueblo, su enfrentamiento con las autoridades religiosas, sus denuncias contra la injusticia, su ponerse de parte de los débiles… le lleven al fracaso y a la cruz. Y trata de «corregir» y marcarle el camino a Jesús, ponerse por delante. Cuando lo suyo es «seguirle», ir detrás de él. La cruz de la que habla Jesús (la suya y la nuestra) será la consecuencia de vivir con ardor y entrega la Palabra de Dios (mejor no llamar «cruces» a otras cosas que poco tienen que ver con ésta). No necesitamos buscarla: nos la echarán encima. Fue la experiencia de Jeremías y de los profetas, y será la de Jesús, y de los que le seguimos. Pretender contentar a la gente, pretender huir de los conflictos, pretender autoafirmarnos en nuestros intereses, pretender poner a salvo la propia vida siendo infieles al amor primero de Dios… significa perderse: «Piensas como los hombres, no como Dios». Satanás procura sacarnos de nuestro camino, de nuestra entrega, de nuestra coherencia… para perdernos.

Mejor dejarnos seducir por la Palabra de Dios, por su proyecto. Es «mucho» lo que saldremos ganando. Aunque duela. Y siempre volviendo al «amor primero».

Enrique Martínez de la Lama-Noriega

Fuente: www.ciudadredonda.org

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