Algo nos ha pasado con tu muerte, querido Matías. Nos ha sacudido con estruendo sonoro de las aguas del Pacífico. Paseabas junto a tus padres, Marisa y Álvaro. Era la una de la tarde del 28 de enero. Cuando cariñosamente le decías a tu padre que ibas a escribir lo que acababa de contarte, iniciaste una peregrinación abandonándote para siempre en las manos del Padre. En Viña del Mar: Belén y Jerusalén de tus dos Pascuas. Algo nos ha pasado con tu muerte. Una gran luz nos ha envuelto con tu sueño: “la fraternidad ha de ser nuestro modo de ser misioneros, entre nosotros y con otros”.
En la Parroquia de San José de Libertad, en la periferia de Buenos Aires, donde eras párroco, te has entregado a fondo perdido durante la pandemia. ¡Pusiste tu corazón literalmente en las manos para atender a tantos…! Los pobres no fueron para ti una ideología, sino anhelo de verdad y manera concreta de ejercer el lavatorio de pies. Tu forma de expresar la pasión por el Amigo. De ahí brotaba la gratitud de tu plegaria.
El reencuentro con tu familia en Chile fue una alegría después de varios meses de ausencia: tus padres, tu hermana Claudia y tus pequeñas sobrinas. Celebraste con ellos tus 48 años. Te veían feliz, viviendo en plenitud. Claro, tenías tu vida tan sincronizada a los latidos de la voluntad de Dios que contagiabas pasión, esperanza y entusiasmo.
Algo nos ha pasado con tu muerte. Andábamos preocupados en urgencias y no nos dábamos cuenta de lo que tú intuías como esencial: “Requerimos de tiempos importantes de silencio, para estar con Jesús. En ese silencio escuchamos una palabra muy fundamental de parte de Dios. Esa palabra en que nos dice te amo, y te elijo, y te llamo por tu nombre”.
Te definías con sencillez: hermano de los SS.CC., caminante, gozador de la vida y de la literatura, buscador del Reino y su justicia. Y las personas que conocieron tu profunda conexión con el Corazón de Dios, como la hermana María Planas, tu acompañante espiritual, corroboran el modelado del Amigo en ti: “He sido testigo de sus búsquedas y de la belleza de su corazón, del trabajo exquisito de Dios en él, y por él, en tantos”.
Como el Tata Esteban Gumucio, modelo de religioso y sacerdote, escribías cuentos, poesías, relatos y pedaleabas en bicicleta. Eras capaz de compartir los susurros de Dios con los hermanos, porque la riqueza que había en ti sabías, generosamente y sin ruido, comunicarla. Firme y suave, arriesgaste tu vida desde la creatividad y la libertad. Como el beato Angelelli, Ronaldo Muñoz y el Cura Brochero, te hiciste servidor del pueblo, recitador de versos y transformador de lo cotidiano con la revolución de tu ternura.
Algo nos ha pasado con tu muerte, que nos descoloca y nos hace apostar por la amistad con Dios y con los hermanos. Tu fraternidad y tu sacerdocio nos han alborotado. Abrazaste la vida y la amaste. Inspirado en Teresa de Ávila y en el hermanito Carlos de Foucauld, renunciaste a una brillante carrera de abogado en el mundo, para dejar de ser Matías Valenzuela y adoptar el solo nombre que tanto te gustaba: Matías de Jesús.