Testimonio de René Cabezón sobre el teólogo chileno Pablo Richard, recientemente fallecido.
por René Cabezón Yáñez, ss.cc.
En la hora de su pascua ¿qué decir del sacerdote diocesano chileno, Pablo Richard, teólogo y pastor cercano?
En Chile, en nuestra iglesia, ante casos como éste, es el silencio el que habla. Hasta grita. Nos encara nuestra falta de humildad y de caridad para desconocer a un hermano, a un teólogo y biblista de talla mundial, más allá si se comulga total o parcialmente con sus aportes y hermenéutica. Aunque bien sabemos que las Sagradas Escrituras fueron el oxígeno de su vida espiritual.
El silencio gime entre nosotros. Fue parte del clero de Santiago y en este se formó como sacerdote. El silencio nos susurra en la memoria la valiente actitud del Cardenal Raúl Silva Henríquez, arzobispo de Santiago, cuando a Pablo y otros compañeros suyos, sacó del país para salvar sus vidas durante el sangriento golpe cívico militar de 1973.
Gracias a esa hidalguía del Cardenal, quien no pensaba como Pablo obviamente, su nombre no fue escrito en la lista de sacerdotes asesinados en el golpe.
Décadas después, tuve ocasión de conocer a este insigne Teólogo de la Liberación, en un Taller del Departamento Ecuménico de Investigaciones (DEI) en San José de Costa Rica, donde fue su cofundador y director por varios años.
Desde allí se dedicó a la formación permanente de agentes de pastoral en América Latina. Incansable maestro y promotor de la “esperanza cristiana”, a través de la lectura de la Biblia, en clave popular y comunitaria. Parecía que su vida estaba traspasada por esa frase de la carta 1 Pedro 3, 15: “estando dispuestos en todo momento a dar razón de vuestra esperanza a cualquiera que les pida explicaciones”.
Fui testigo de cómo su ministerio sacerdotal se revitalizó bajo dos grandes influjos. Uno, la figura y testimonio de santidad de Monseñor Óscar Arnulfo Romero. El otro, el contacto con la gente sencilla y “los pobres entre los pobres”, la gente de la calle, los drogodependientes y enfermos de sida, del Hogar de la Esperanza, quienes fueron sus amigos hasta el final, como se compartía en las redes sociales.
En la estadía durante el taller del DEI (2012), pudimos escuchar sus expresiones de devoción y gratitud que tenía a Monseñor Romero, a quien conoció y compartió largamente con él en 1979 y en enero de 1980 en el arzobispado de San Salvador.
En una ocasión contó que San Romero de América, algunos meses antes de que lo asesinaran, le invitó a predicar un retiro para animar a su clero con el testimonio de vida de Pablo y su análisis de la crisis democrática que había vivido en Chile.
Así, Romero intentaba evitar que se diera la inminente guerra civil en El Salvador, y paradójicamente, su martirio marcó el inicio de esa temida guerra que asoló ese país entre 1979-1991, y que dejó más de 75 mil muertos y 15 mil desaparecidos.
Lo que más conmovió a Pablo en su relación con Óscar Romero, fue la delicadeza del obispo salvadoreño para invitar a este cura chileno a retomar su ministerio que había decaído por la depresión que le causó el exilio, las noticias de tanto odio, sufrimiento, persecución al entorno pastoral que había dejado en su querido Chile.
A raíz de este gesto, y con el apoyo de obispos y la misma Curia Vaticana, se aceptó que Pablo retomara su ministerio pudiendo compatibilizar el amor a su familia (esposa e hijos) que había formado en ese tiempo, con su pasión por el conocimiento bíblico.
Su segunda patria, no solo fue Costa Rica, sino los pobres y excluidos del mundo. Esta pasión lo movilizó desde muy joven y se encarnó en las últimas décadas en la capellanía sencilla y cercana que desarrolló en el Hogar de la Esperanza.
Verlo en medio de ellos, escuchar los testimonios concretos de fe que le compartían, le abrieron los ojos con mayor profundidad al Dios de Jesucristo, esa vida que se abre camino entre los excluidos de la sociedad, los descartados del sistema, diría Francisco.
He aquí algunos testimonios recogidos por Pablo 1:
«Entré un día en una Iglesia llena de gente y vi que Dios me miraba, solo a mí, a nadie más. Esa mirada personal de Dios cambió mi vida para siempre».
«Yo estoy siempre feliz, porque sé que Dios me acompaña en todo».
«Yo no creo en Dios, pero estoy seguro que si Dios existiera, el creería en mi».
«Ya no creo en Dios, pero sé que Dios me ama»
«Nunca sentí la ausencia de Dios en mi vida».
«Todos me abandonaron, menos Dios»
El hombre y la mujer de la calle no tienen miedo, porque saben «que Dios duerme junto a ellos en la calle».
Aun más conmovedor este testimonio que Pablo grabó de un «chico de la calle»:
«No tengo donde reposar mi cabeza./ Las estrellas me acompañan./ Muchas noches fueron aliadas y mis descansos a medias. / Con las manos quebradas, camino a veces descalzo. / Golpeo a tu puerta, encuentro rechazo. / Observan mi cuerpo, degradan mi alma. / La muerte me llama, se mete en mis ojos. /
Esperanza robadas. / No me quedan ilusiones, sólo se mi nombre./ No se soñar con calesitas de colores. / Digo papá, mamá, / y cuando llego a la última vocal se esfumaron una vez más…
Sumo, resto, si tengo monedas. / Sé dónde viven ladrones, alcohólicos, / y los que robaron mi inocencia./ Hace días atrás ¿a quién le importará?
Vuelvo a empezar una vez más / ¿alguien me podría amar? / ¿quieres saber mi nombre? / soy un chico de la calle?».
Esto y otros testimonios recogidos por Pablo, nos acercan a su espiritualidad hoy. “Estos testimonios los tomé personalmente de la calle”, decía conmovido. Y aunque este hermano era un gran teólogo ante todo era un creyente.
Él escribió: “En la calle, en ese mundo de desechos y sobrantes, también se viven experiencias religiosas, incluso místicas. No interesa saber si estas son reales o imaginarias. Tampoco interesa su identidad confesional. Desaparece el límite entre lo visible y lo invisible”.
Así Pablo se abría a la plena y definitiva esperanza que anida en el alma humana y que no es esquiva para nadie que se confía en Dios.
Gracias, maestro cautivante y profeta de la esperanza.
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1 Pablo Richard, Yadira Bonilla y Orlando Navarro: «Ellas y ellos hablan. En la calle y en el Hogar de la Esperanza.» Costa Rica (Humanitas) 2012.