Nuestro hermano, nos recuerda que hace 60 años, un día como hoy 11 de octubre de 1962, se inauguraba este gran hito histórico eclesial, convocado por el Papa Juan XXIII, acá su mirada actual de ese acontecimiento
Sergio Silva sscc
El Concilio Vaticano II: Testimonio Personal del ayer y del hoy
Hace 60 años, el 11 de octubre de 1962, se inauguró el Concilio Vaticano II, convocado por el papa Juan XXIII tres años antes. En este escrito doy un testimonio personal de cómo viví (cómo vivimos) los cuatro años que duró y cómo veo la situación actual de la iglesia. Casi está de más decir que son apreciaciones personales, que no tienen por qué ser compartidas por otros. Pero que nos pueden ayudar a pensar.
- El ayer
a) Mi experiencia del Concilio está marcada por las lecturas de los resúmenes de las intervenciones de los Padres durante el Concilio que se hacían en el comedor de Los Perales[1]; estas lecturas desencadenaban luego en el recreo nuestros apasionados comentarios, en los que tomábamos partido por los Padres pastorales (alrededor de un 90% de los padres conciliares que, en total, eran casi 2.500), que iban contra las cosas preparadas por la Curia (que lograba la adhesión de alrededor de un 10% de los padres). Porque en el Concilio se enfrentaron dos teologías y dos formas de entender la pastoral; por un lado, la neo escolástica; por otro una teología que se viene renovando en los países centroeuropeos, gracias a tres grandes movimientos que tienen sus raíces en los siglos anteriores: el movimiento bíblico, el movimiento patrístico y el movimiento litúrgico.
Dicho en forma breve, corriendo el riesgo de hacer una mala caricatura, la teología neo escolástica repite un conjunto de tesis, que se supone representan el pensamiento de Tomás de Aquino; es decir, no piensa la fe sino que se queda con un sistema ya pensado. Consecuentemente, la pastoral es concebida como la enseñanza a los cristianos de estas mismas tesis, simplificadas para los sencillos. En cambio, la teología de la mayoría pastoral (y de sus peritos) piensa la fe en diálogo con el hoy, tomando en cuenta sus problemas y sus aportes.
En cada uno de los cuatro años que duró el Concilio hubo alrededor de tres meses de asamblea conciliar. En estos meses de trabajo en Roma, las mañanas estaban destinadas a las sesiones plenarias en la Basílica de San Pedro, en las que se escuchaban las intervenciones de los Padres, que tenían que ser hechas en latín, y tenían un estricto límite de tiempo; en las tardes, los participantes se preparaban para intervenir y para tomar decisiones. En esas tardes hubo muchas conferencias de los mejores teólogos del momento, lo que dio a los Padres conciliares una oportunidad única para renovarse teológicamente, y para dar a las intuiciones de los Obispos de la mayoría pastoral un sólido fundamento teológico.
El primer triunfo de esta mayoría se dio en la primera sesión de trabajo; en ella se trataba de establecer las Comisiones de trabajo de los padres del Concilio, y la Presidencia pidió aprobar las que ya estaban preparadas por la Curia romana. Se levantaron sucesivamente cuatro Cardenales centroeuropeos (Alfrink, de Holanda; Suenens, de Bélgica; Döpfner, de Alemania; Liénart, de Francia) pidiendo que se diera un tiempo para pensar las Comisiones, lo que fue aprobado por una gran mayoría de los Padres. En los días siguientes se trabajó frenéticamente en las Conferencias Episcopales y con mucho intercambio entre ellas, y se establecieron otras listas, que fueron finalmente las aprobadas.
En los períodos entre las sesiones, estas comisiones trabajaron intensamente. Cada comisión estaba conformada por algunos Padres conciliares y un buen número de peritos, en su mayoría teólogos. Sin que se hubiese buscado deliberadamente, este trabajo tuvo al menos dos consecuencias inesperadas e inmensamente positivas: una fue el conocimiento mutuo entre obispos y teólogos, que llevó a una acrecentada confianza recíproca; la otra, que se hizo la reflexión teológica y pastoral en diálogo cara a cara, ya no en un escritorio, dialogando con textos escritos. Estas consecuencias se vivieron en América Latina en los primeros años del posconcilio con gran intensidad y mucho fruto, tanto para la teología, que tuvo un desarrollo nunca vivido antes (surgieron diversas formas nuevas, entre ellas la teología de la liberación y la teología del pueblo), como para la pastoral, que, entre otros logros, descubrió y potenció las comunidades de base y la lectura popular de la Biblia. De estos primeros años dan buen testimonio las dos Conferencias generales del Episcopado latinoamericano de Medellín (1968) y Puebla (1979). Se puede decir que en estos años la iglesia latinoamericana llevó a cabo una de las intenciones que Juan XXIII había propuesto al Concilio, pero que este no tomó, la de la prioridad de los pobres en la iglesia[2].
b)La experiencia vivida durante los años del Concilio fue la de recuperar lo que se venía descubriendo en los tres movimientos que mencionaba al inicio. De nuevo simplificando y subrayando un aspecto central de cada uno, el movimiento bíblico había redescubierto que el propósito de la Escritura es compartir la conciencia gozosa, sorprendida y agradecida ante el hecho de que Dios se ha hecho historia para acompañar a su pueblo. De ahí el diferente modo de concebir el papel de la Escritura en la reflexión teológica: ya no como mero depósito de “pruebas” para afirmar las “tesis”, sino como la orientación decisiva del pensar, como el alma de la teología. Asimismo en la pastoral y en la vida de fe de los creyentes, la Palabra de Dios escrita debía ser el alma de la acción pastoral y de la vida espiritual.
El movimiento patrístico había redescubierto en los Padres de los primeros siglos de la iglesia un modo de hacer la reflexión sobre la fe que estaba íntimamente vinculado a la vida de la comunidad cristiana en su conjunto, sin hacer todavía separaciones entre teología dogmática, teología moral, espiritualidad, etc., sino de manera integrada e integral. Esto llevó a muchos teólogos y pastores a buscar un modo de integrar los diversos aspectos de la teología y de ayudar a los cristianos a vivir su fe desde el centro que es la acción salvífica gratuita, inmerecida e inmerecible de Dios en su hijo Jesús, liberándose de multitud de normas y prácticas de piedad que solían distraerlos de lo fundamental.
El movimiento litúrgico había redescubierto que el sujeto de la celebración de los sacramentos era la comunidad presente y no solo el ministro ordenado que la presidía y que en esa celebración se hacía realmente presente la acción salvífica de la Pascua de Cristo, de diferentes formas según cada uno de los sacramentos. De ahí la necesidad de una participación consciente y activa en la celebración de todos los miembros de la comunidad; no se trataba ya de “oír misa” y “recibir la hostia”, considerados casi como actos y objetos mágicos portadores de un regalo de Dios.
Nunca agradeceré suficientemente el hecho de que nuestros profesores de Los Perales estaban ya en esa postura renovada y nos formaron en ella.
c)La obra del Concilio la percibo como un esfuerzo por eliminar tres barreras: la que existía al interior de la misma Iglesia entre el clero y el laicado (en gestación desde el siglo IV), la que se había establecido entre las diversas confesiones cristianas (desde el llamado “cisma de Oriente” en torno al año 1.000) y la que se formó entre la Iglesia (católica) y el mundo moderno (desde que se consolidó la modernidad, a partir del Renacimiento). Hay una relación entre estas barreras: las une la defensa del poder (del clero sobre el laicado, de Roma sobre las otras confesiones y de la iglesia sobre la sociedad). En cuanto a la barrera entre clero y laicado, es fundamental abatirla: como el laicado vive en el mundo y sufre sus problemas y vive sus gozos, es necesario que el clero comparta con el laicado, para que lo ayude a estar con los pies en la tierra del mundo real, tocando la carne sufriente de sus hermanos.
¿Y hoy?
Me refiero ahora a los tres párrafos del punto anterior, señalándolos con las mismas letras.
a)Creo que se ha perdido el dinamismo de la reflexión teológica y ha disminuido mucho la confianza recíproca entre pastores en general, no solo obispos, y teólogos. Con la consiguiente pérdida para ambos.
b)Por muchos lados se percibe un retorno a las seguridades de antes. La Escritura es un libro muy difícil de entender para el cristiano de a pie y el clero no tiene a mi juicio una buena formación para abrir la comprensión de la Biblia. Me parece urgente el llamado de Francisco: “El estudio de las Sagradas Escrituras debe ser una puerta abierta a todos los creyentes. Es fundamental que la Palabra revelada fecunde radicalmente la catequesis y todos los esfuerzos por transmitir la fe. La evangelización requiere la familiaridad con la Palabra de Dios y esto exige a las diócesis, parroquias y a todas las agrupaciones católicas, proponer un estudio serio y perseverante de la Biblia, así como promover su lectura orante personal y comunitaria” (EG 175). Subrayo que ya no se trata solo de leer la Escritura sino de estudiarla y estudiarla seriamente. Sin este estudio, creo, la fe puede ser víctima de prácticas devocionales, muchas veces puramente emocionales, o de multitud de normas que pesan sobre los hombros y no dejan que brote la alegría de la fe.
Creo que sigue siendo un punto neurálgico la aceptación de que somos salvados gratuitamente. Quizá siempre ha sido difícil aceptarlo. Pero hoy, nuestra cultura tiende a hacerlo casi imposible. Desde el pre kínder y la escuela primaria se exacerba la importancia del logro personal, y se premia cuando el alumno rinde bien o se castiga en caso contrario. Y cuántas veces la mamá no le dice a su hijo/a: “Si no te portas bien, no te quiero”. Y en la edad adulta se entra en la jungla del rendimiento, en que todo se paga y se compra.
En cuanto a la liturgia, salvo en contados casos se logran formas de celebrar en las que los participantes concelebran de verdad. En parte, porque la estructura de la liturgia romana es muy rígida y los pastores también; entonces se sacrifica la participación activa de los fieles al cumplimiento de las rúbricas, que creo puede ser una de las causas del vacío juvenil en nuestras iglesias, en parte también porque no hay formación al sentido de la liturgia, que supone despertar la sensibilidad para lo simbólico, muy aplastada en la cultura actual. Un síntoma de esta inadecuación de la liturgia pueden ser las formas arquitectónicas de las iglesias, que siguen siendo más bien “basílicas” (la sala donde el rey –el “basiléus”– atendía a sus súbditos) y que no se prestan para una comunidad que participa cara a cara.
c)La primera barrera, entre el clero y el laicado, sigue igual, salvo, como en todas las cosas, honrosas excepciones. La lucha contra el clericalismo, que ocupa un lugar importante en la Evangelii gaudium, su programa de gobierno, ha sido uno de los caballos de batalla de Francisco, al parecer sin mucho éxito inmediato.
En cuanto a la segunda barrera, entre la iglesia romana y las otras confesiones cristianas, Francisco ha dado un paso que me parece muy valioso, pero que no sé cuánto ha penetrado en las conciencias y los comportamientos de los católicos. Me refiero a una afirmación a propósito de nuestras relaciones con esas confesiones: “¡Son tantas y tan valiosas las cosas que nos unen! Y si realmente creemos en la libre y generosa acción del Espíritu, ¡cuántas cosas podemos aprender unos de otros! No se trata sólo de recibir información sobre los demás para conocerlos mejor, sino de recoger lo que el Espíritu ha sembrado en ellos como un don también para nosotros. Sólo para dar un ejemplo, en el diálogo con los hermanos ortodoxos, los católicos tenemos la posibilidad de aprender algo más sobre el sentido de la colegialidad episcopal y sobre su experiencia de la sinodalidad. A través de un intercambio de dones, el Espíritu puede llevarnos cada vez más a la verdad y al bien” (EG 246). Me impresiona el llamado a hacer nuestro “lo que el Espíritu ha sembrado en ellos como un don también para nosotros”. Algo análogo dice también sobre las otras dos religiones abrahámicas, el judaísmo y el islam, y sobre las demás religiones, incluso sobre los no creyentes.
Finalmente la barrera entre la iglesia y el mundo me parece que sigue presente de diversas maneras. Una de ellas es la tendencia a descalificar lo que viene del mundo cuando no se ajusta a las formas que esperamos, incluso antes de entrar a ver de qué se trata y a averiguar por qué se presenta de esa manera. Creo que eso nos pasa sobre todo con las expresiones de los jóvenes, sus maneras de vestir, de hablar, de divertirse, en síntesis, su manera de vivir. ¿No tendríamos que preguntarnos –y, si es posible, preguntarles a ellos– por qué dicen lo que dicen, se visten como se visten, hacen lo que hacen, etc.? De otro modo, ciertamente los juzgamos erradamente, porque suponemos que tienen el mismo horizonte cultural que nosotros, que no decimos lo que ellos dicen, no nos vestimos como ellos, ni hacemos lo que ellos hacen, porque nuestra manera de vivir es otra.
Para concluir. El Concilio no ha terminado todavía de echar raíces profundas en la iglesia. Y es comprensible, porque propuso un cambio muy radical; como han dicho algunos intérpretes, intentó reencontrar el espíritu de la iglesia del primer milenio, y ese viaje de mil años no se hace en un día, porque no se trata de repetir las formas de esa iglesia sino de encarnar hoy, en nuestro mundo, el espíritu que la animaba. Bendito sea Francisco, porque ha intentado volver a abrir las puertas y ventanas de la iglesia para los vientos de hoy. Si no las abrimos, seguiremos respirando el aire viciado de nuestro interior; si las abrimos podrá entrar con fuerza el Espíritu, que sopla donde quiere y hoy también –y quizá sobre todo– fuera de nuestros muros eclesiásticos. ¿Cómo abrir estas puertas y ventanas? Se puede empezar por estar atentos, con el corazón abierto y disponible, a lo que viven nuestros contemporáneos, de dentro o de fuera de las comunidades, en las conversaciones personales, en las noticias, en la lectura, en el cine, etc.
Ojalá muchos sigan (sigamos) a Francisco en su llamado a convertirnos.
[1] Yo había ingresado al noviciado en marzo de 1960; en esos años nuestra vida era más conventual y se seguía la costumbre monástica de leer algún texto durante las dos comidas principales.
[2] En un radiomensaje del 11 de setiembre de 1962, justo un mes antes de la apertura del Concilio, dice Juan XXIII: “Para los países subdesarrollados la Iglesia se presenta como es y como quiere ser, como Iglesia de todos, en particular como la Iglesia de los pobres”.