Por Guillermo Rosas ss.cc.
En las noticias de estos días han aparecido ya los carnavales que, en distintas partes del mundo, se celebran en los días previos al inicio de la Cuaresma, con su desenfreno de baile, colores, comidas, ritos y alegría. Hoy es poca la gente que sabe que el carnaval es una fiesta estrechamente ligada a la liturgia. Concretamente, ligada al tiempo litúrgico de la Cuaresma, que prepara a la principal solemnidad cristiana, la Pascua de Resurrección.
El carnaval, manifestación popular, celebrado en los días previos al Miércoles de Cenizas,
inicio el período cuaresmal, era un breve período de desenfreno en el que no sólo se comía
carne, originariamente prohibida todo el resto de la Cuaresma, y de allí el nombre
“carnaval”, derivado de carne-levare (quitar, eliminar la carne), sino que, además, se
aprovechaba de experimentar todo tipo de gozos festivos: rienda suelta a los placeres “de
la carne” antes de entrar al rigor cuaresmal. El carnaval era, así, la antítesis de la
Cuaresma, tiempo cuyo centro es la pasión de Cristo, el camino de la cruz, con el cual su
Pueblo está llamado a entrar en profunda empatía y solidaridad. Tiempo recogido, interior,
ascético, centrado en Jesús humano y sufriente.
Hoy los carnavales son parte del folclore de los países o regiones en los que se celebra,
desligados de la relación con la ascesis cuaresmal, que también ha perdido su antiguo
rigor. Tienen un lado hermoso, de auténtica alegría. Pero también, en la inmediatez de la
Cuaresma, tienen sabor a olvido, a indiferencia y negación, a banalidad que pasa de largo
ante la seriedad del dolor. A nosotros, cada Cuaresma nos invita a caminar por esos
cuarenta días que le dan su nombre, con los ojos “fijos en Jesús”, más concentrados que
de costumbre en el Señor que se acerca a los días cruciales de su vida histórica.
La Cuaresma suele pillarnos en medio del relajo del verano, pero sea cuando sea que la
comencemos a vivir, se nos presenta como un tiempo fuerte, estimulante para iluminar a la
humanidad y a nuestro planeta, tan golpeados por la locura de la violencia y la guerra, del
narcotráfico y el aprovechamiento de los indefensos por parte de los fuertes. En Chile, por
la destrucción y muerte que han causado los incendios, casi siempre consecuencia de la
irresponsabilidad o, derechamente, de la perversidad humana. En todos los que sufren
vemos a Jesús que asciende a Jerusalén, cargando sobre sus hombros todo el dolor de la
humanidad, a sufrir la muerte en cruz, resumen de la maldad de la que somos capaces los
seres humanos.
La resurrección de Cristo, que asoma al final de la Cuaresma, la tiñe de esperanza. Esa
misma esperanza asoma al final de la historia, cuando ya no será necesario celebrar más la
Pascua porque será Pascua para siempre. Cada Cuaresma nos recuerda también ese
destino de plenitud, inaugurado por la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte; pero
no lo hace como el carnaval, a espaldas de la oscuridad y el dolor. Lo hace recordándonos
que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no da fruto; que del viejo tronco puede
salir un brote nuevo; que nada puede apartarnos del amor de Cristo; que, aunque el trigo y
la maleza crecen juntos, vendrá el tiempo de la cosecha cuando ambas serán separadas y
la maleza irá al fuego, mientras el trigo será molido para alimentar a los hambrientos de pan
y de justicia. En esa conciencia, tantas veces dolorosa, vivimos cada Cuaresma. En la
certeza de que somos instrumentos, discípulos y discípulas, segundos que acercan la
Pascua final.