Nuestro hermano Sergio Silva sscc, nos ayuda a reflexionar las lecturas de Adviento, que hoy 6 de diciembre hablan de esa fiesta que Jesús nos promete e inspira su comentario, en nuestro Siervo De Dios, Esteban Gumucio.
Dios nos ha creado para que seamos sus hijos/as y vivamos con Él para siempre, en Su casa. En la Escritura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, este destino final de felicidad se nos presenta con distintas imágenes, tomadas de nuestra experiencia humana. Hay tres de estas imágenes que usa Jesús, que me atraen profundamente, porque despiertan en mí recuerdos muy intensos de alegría, de felicidad casi plena. En la Parábola de la fiesta por el regreso del hijo (conocida como parábola del hijo pródigo) el Padre, que representa a Dios, recibe al hijo con una fiesta, sin hacerle ningún reproche por su larga ausencia y por haber dilapidado la mitad de sus bienes que le dio como herencia (Lc 15,11-32). En la conversación con los discípulos en la última cena dice Jesús: “En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, no les habría dicho que voy a prepararles un lugar . Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y los llevaré conmigo, para que donde esté yo estén también ustedes” (Jn 14,2-3). En varios momentos de su proclamación del Reinado de Dios, Jesús habla del banquete de ese Reino, al que estamos invitados todos los seres humanos (Mt 8,11; Lc 13,29). En este tiempo de Adviento nos hace bien -a mí me hace mucho bien- imaginar que a mi llegada el Padre me recibe con una fiesta preparada para mí; que Jesús me lleva a la habitación que él ha preparado para mí; y que luego me siento a la mesa del banquete del Reino de Dios, a gozar “de vinos añejados, de manjares suculentos, medulosos, de vinos añejados, decantados”, como describe el texto de Isaías de la liturgia de hoy.
Añado un hermoso texto del Tata Esteban sobre la fiesta que nos espera a cada uno.
No hay duda de que el Padre está organizando una fiesta; ¡y esa fiesta es para mí! Él la desea tan especial como jamás se había hecho antes; porque siempre le oí decir que cada hijo es único, fuera de serie.
Me envió un breve recado: “Es para ti, hijo… Por favor no dejes de venir”.
La alegría de mi Padre es inmensa, lo veo asomarse por aquí y por allá, preocupado del más mínimo detalle. Goza escogiendo lo que sueña para mí. Desde la eternidad, los preparativos ya son parte de la fiesta.
Pero yo vacilaba en aceptar su invitación. Decía para mis adentros: “No merezco una fiesta, mis ropas están sucias, mis pies están desnudos. No tengo con qué comprar un regalo digno de mi Padre”.
Si no voy, ¿qué pasará con la alegría de mi Padre? Él me espera a mí. Sin mí, no hay fiesta Si espero a lavar mis vestidos y secarlos al sol; si espero a salir de compras para tener zapatos nuevos; si espero a conseguir un trabajo para ganar lo suficiente y poder comprar un regalo, para entonces ya habrá terminado el día. Habré rechazado la fiesta preparada para mí por las propias manos de mi Padre.
Ahora me doy cuenta de que yo estaba más preocupado de mi propia indigencia que de la alegría del Padre. No podía comprender la profundidad de la gratuita alegría de Dios. Es tan simple: Él me ama en su propia infinidad, sin dimensiones; me ama por mí y como soy. Él mismo me hace responsable de su alegría. No me invita por mi ropa ni por mis zapatos, ni por mi correcto regalo de niño bien cumplido. Simplemente me ama como aman los papás y las mamás.
Cuando me vio llegar, descargó sobre mí toda su alegría. Lo miré tan contento que se callaron todos mis discursos. A él no le importaba contaminarse con mi ropa sin lavar. Su abrazo me revestía de todo bien. Me pareció que, en su presencia, hasta era mejor caminar descalzo y no llevar ninguna póliza de seguro, ninguna otra virtud que la confianza en su amor.
Comenzó la fiesta y Dios me dijo: “Mira, te he liberado de tus pecados y te voy a vestir con mi propio traje de fiesta…”. Entonces, pusieron sobre mi cabeza una corona que yo no había comprado, lavaron mis ropas en la sangre del Cordero, me bañaron con agua de fuente viva, y comenzó la fiesta que no ha de terminar.
Miércoles 6 de diciembre
Lectura del libro de Isaías 25, 6-10a
El Señor de los ejércitos ofrecerá a todos los pueblos sobre esta montaña un banquete de manjares suculentos, un banquete de vinos añejados, de manjares suculentos, medulosos, de vinos añejados, decantados. Él arrancará sobre esta montaña el velo que cubre a todos los pueblos, el paño tendido sobre todas las naciones. Destruirá la muerte para siempre; el Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros, y borrará sobre toda la tierra el oprobio de su pueblo, porque lo ha dicho Él, el Señor.
Y se dirá en aquel día: “Ahí está nuestro Dios, de quien esperábamos la salvación: es el Señor, en quien nosotros esperábamos; ¡alegrémonos y regocijémonos de su salvación!”
Porque la mano del Señor se posará sobre esta montaña.