Pablo, simplemente. Testimonio de humanidad necesaria

Una persona como Pablo Fontaine Aldunate (13 de junio, 1925 – 3 de febrero, 2024), cura, religioso,
hermano de camino, guía y compañero de tantos y tantas, merecería un gran número de homenajes
de agradecimiento. Simplemente por que lo queremos, simplemente por ser quién fue y vivir cómo
vivió. Este es mi sencillo homenaje para él.
Formador de numerosas generaciones de jóvenes, pastor en cárceles y junto a los pobres, animador
de liderazgos políticos y vinculados al mundo del trabajo, acompañante de enfermos; entre tantas
facetas que Pablo ejerció a lo largo de su longeva vida.
En Pablo se hacía patente una segunda piel, que quienes pudimos compartir, vivir y aprender junto a
él fácilmente podíamos reconocer como el evangelio. Su segunda piel, aquella que iba por fuera, era
el evangelio de Jesús: teñido de compasión, paciencia, escucha y una delicada atención por el otro.
Una permanente inclinación al otro hacía de Pablo una persona tan única como procurada.
Incansable a sus 97 años y ya instalado en Santiago, Pablo continuaba enviando por videos,
mensajes, reflexiones bíblicas y saludos de esperanza a su pueblo en La Unión; dónde desde hoy 5
de febrero descansa su cuerpo. Vale la pena conocer la vida de Pablo y honrar la bondad de alguien
portador de una fina y bella humanidad en estos nuestros días de confuso horizonte.
Son muchas las facetas de Pablo y me parece que vendría bien recordar tres que no por ser más
virtuosas destacaban y hacían de Pablo ser quien era: su humor, su capacidad de escucha y su
testarudo afán misionero. Todo ello lo vivía en una misma presencia. Lo denso era gracioso, lo corto
era eterno, lo suyo era para los demás. No había momento en que no estuviera pensando en la
necesidad del otro, de los presos, de los pobres, de los agentes pastorales, de los migrantes, de los
vecinos en su población El Maitén, de los jóvenes y de los hermanos de congregación. Pablo fue
siempre un hermano, con mayúsculas. Sin distinción ni prejuicios.
Pudiendo haber desarrollado mucho más una vida intelectual, no lo hizo. Una vocación literaria;
tampoco. Aunque esta última no necesitaba de sendas publicaciones, pues se daba naturalmente a
través de su palabra. Pablo entero era una prosa, un cuento y una poesía. Su hablar era ya literatura.
Una exquisita literatura. Y tan llena de humor, de un humor que, sin exagerar, lograba situar en un
plano espiritual. Era una forma alegre y livianamente profunda de tratar los temas que duelen y los
conflictos humanos. Pablo siempre encontraba esa hebra nazarena para unir, encaminar, liberar,
sanar.
Lo anterior, creo, no fue por azar, sino como para otros de su generación (entre ellos Mariano Puga,
Ronaldo Muñoz, el chico Baeza o Pierre Dubois) fue una opción. La opción por los pobres, baluarte
de una teología y mirada eclesial latinoamericana, se hizo carne de modos distintos en quienes la
asumieron tan profunda y generosamente. En Pablo esta tomó el rostro de la escucha atenta y el
servicio humilde, donde enfocó todas sus fuerzas y capacidades.
Sobrellevando sin sobresaltos ni en primeras líneas la honda vinculación entre fe y vida, entre
evangelio y política, entre espíritu y pan; Pablo se hizo literalmente hermano. En ese sentido se
impregnó de la espiritualidad nazarena promovida por Carlos de Foucauld: esperanza en la masa,
evangelio en el corazón del mundo y una vida creyente oculta y de trabajo, mezclada con otros
«como uno más”.
Está la tentación de decir que con Pablo se muere una forma de ser y vivir en Iglesia, a mí me parece
que no. Pablo mismo se reinventó varias veces a lo largo de su vida sabiendo que de eso se trata el
seguimiento de Jesús. Ordenado cura en el preconcilio, militante de la Iglesia de los pobres y con
una postura crítica y cercana al Grupo de los Ochenta, núcleo inicial de Cristianos por el Socialismo,
Pablo nunca perdió la brújula del Evangelio. Su preocupación eran las personas y su respuesta al
rostro herido del otro. “Esa” forma eclesial respondió a un contexto que ya no existe, y Pablo no se
quedó en nostalgias ni mirando tiempos pasados, muy por el contrario, hasta el último día pensaba
en el mañana. Teniendo casi 99 años seguía siendo joven. Anclado en el hoy seguía soñando,
esperando y preguntando. Siempre preguntando. Con Pablo no muere nada, sino que se fortalece
aquello que Jesús defendía en la buena nueva de Lucas: quien ponga la mano en el arado y mire
para atrás no es apto para el reino de Dios.

Pedro Pablo Achondo

Teólogo

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