Homilía de mons. Sergio Pérez de Arce ss.cc. en el 110° aniversario del natalicio del Siervo de Dios. El arzobispo de Concepción explicó que Esteban Gumucio no puede entenderse sin su conexión con el Señor.
En la homilía pronunciada por el Arzobispo de Concepción, Sergio Pérez de Arce ss.cc., con motivo del 110° natalicio del Padre Esteban Gumucio, se destaca una profunda reflexión sobre la vida y legado del sacerdote, enfatizando su inquebrantable relación con Jesucristo.
El Arzobispo subraya cómo la vida de Esteban no puede entenderse sin su conexión con el Señor, una relación que impregnó su obra y su ministerio. La homilía aborda temas clave como el peligro del fariseísmo y la necesidad de una fe auténtica, alejándose de la superficialidad y la mundanidad espiritual.
El Arzobispo también conecta las enseñanzas de Esteban con la exhortación a vivir una vida cristiana auténtica, fundamentada en la vigilancia del corazón y en la práctica activa de la Palabra de Dios.
Se invita a los fieles a reflexionar sobre la importancia de la humildad, la transparencia y el compromiso con la justicia y la misericordia, siguiendo el ejemplo de Esteban y las enseñanzas de Jesús.
Esta homilía no solo celebra la memoria del Padre Esteban, sino que también inspira a los creyentes a vivir una fe profunda y transformadora en el mundo contemporáneo.
El texto completo de la homilía de Mons. Sergio P´érez de Arce, ss.cc, arzobispo de Concepción es el siguiente:
110° Aniversario del Natalicio del P. Esteban Gumucio
1 de septiembre de 2024
Recordar y celebrar al Padre Esteban es dar gracias por su testimonio de fe y de amor, por su fidelidad al camino del evangelio, pero sobre todo es celebrar a NS Jesucristo, que hizo de Esteban su amigo y su discípulo, y llenó su corazón con su luz. Cuando leemos los escritos en que Esteban habla de sí mismo, a menudo aparece su relación con Jesucristo, su vida no se entiende sin el Señor. Como en el primer poema del libro “Poemas”, donde escribe: “Señor, apenas soy un hombre, un pobre viejo, un pobre niño viejo, un simple pobre hombre (…) Pero Tú, Señor, eres mi luz, mi nueva juventud y otra vez la aurora. De esta gota extinguida despiertas agua viva” (Un simple pobre hombre).
También nosotros cantemos hoy a Jesús, celebremos su amor y su amistad, y demos gracias por estos 110 años del natalicio de Esteban Gumucio, Amigo, Hermano y Testigo de Jesús.
Cuando ayer leí este evangelio pensando en esta fiesta de hoy, lo primero que me vino a la mente es que Esteban se refería con cierta frecuencia a los fariseos y al fariseísmo. Escribe en uno de sus cantos: “Es hijo de los demonios, los fariseos decían…. Ellos miraban al cielo y tú mirabas al hombre…”. Esteban les tenía “pica” a los fariseos, como se las tenía Jesús. No era un rechazo a las personas en sí mismas, sino a lo que ellos representaban. Era una “santa pica”, como se la tenía también a los tiranos, a los ricos avaros, a los generales que pisoteaban la dignidad de los pequeños y a tantos otros que humillan al pobre. Jesús es duro con los fariseos y maestros de la ley: “Hipócritas”, les dice, y les aplica el pasaje del profeta Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. En otro momento les enrostra: “hipócritas, que limpian por fuera el vaso y el plato, pero por dentro están llenos de codicia y desenfreno (…) hipócritas, que parecen sepulcros blanqueados: hermosos por fuera, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda clase de impureza (…) ante la gente parecen justos, pero por dentro están llenos de hipocresía y maldad” (Mt 23, 26-28).
Esteban no ve el fariseísmo solo en los otros, sino también en sí mismo, y advierte que todos llevamos un fariseo dentro. En uno de sus retiros o reflexiones a sacerdotes, recogidos en el libro “Fijos los ojos en Jesús”, habla del fariseísmo agazapado o sutil que habita en nuestro corazón, y confiesa que ese fariseísmo lo ha acompañado en toda su vida personal. Lo ve en su vida de niño, cuando se creía bueno y mejor que los demás; en su vida de adolescente y, más tarde, en su vida apostólica: “Más tarde y todavía ahora: ¡cómo se mezcla el vino con el agua en la acción pastoral buscando el éxito mío, de la parroquia, de la Iglesia! Ciertamente anhelo el Reino de Dios, pero como los Apóstoles que desearon ser «primeros ministros», yo busco ser estimado valioso sacerdote, buen religioso, persona amable… Existe el peligro de quedarnos sólo con observaciones superficiales y de dar valor a las cosas periféricas. Jesús decía que los fariseos pagan el diezmo de la menta, del anís y del comino, pero descuidan las cosas de más peso como la justicia, la misericordia y la fidelidad” (El fariseísmo agazapado).
En esta misma línea, El Papa Francisco, en la Evangelii gaudium, nos habla de la mundanidad espiritual que está tantas veces en nosotros, las personas religiosas: “Es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal”, pero esconder eso “detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia” (N° 93). Aparentamos ser religiosos, amar al Señor, ser una persona buena, pero en verdad nos buscamos a nosotros mismos, nuestros propios intereses, nuestra vanagloria. Es muy fácil caer en la mundanidad espiritual o el fariseísmo, es fácil aparentar o tener una buena fachada, pero por dentro estar lleno de corrupción. Esto también llena nuestra sociedad: ¡cuánta corrupción hay debajo de la aparente normalidad de las instituciones, de hombres y mujeres que ejercen profesiones y oficios distinguidos, y de nuestra propia vida de todos los días! Por eso hace bien escuchar la carta a Santiago: “La religiosidad pura y sin mancha delante de Dios, nuestro Padre, consiste en ocuparse de los huérfanos y de las viudas cuando están necesitados, y en no contaminarse con el mundo”.
En la palabra de Dios de hoy hay dos dinamismos fundamentales para huir del fariseísmo y para vivir auténticamente nuestra vida cristiana.
Por una parte, hay que vigilar el corazón, de donde vienen, en palabras de Jesús “las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo y el desatino. Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre”.
Nadie podría acusar a Jesús de una mirada pesimista del ser humano. El ama a las personas, busca sacar lo mejor de sí mismas, las invita a reconocerse como hijos e hijas de Dios, pero tiene, a la vez, una mirada realista, porque nos sabe heridos por el pecado. Vino a nosotros precisamente para salvarnos del pecado, para invitarnos a vivir de otro modo y llenarnos de la fuerza del Espíritu Santo para emprender este camino. Tenemos que trabajar permanentemente nuestro corazón, convertirlo, dejar que lo habite el amor de Dios y pedirle a Jesús que nos regale un corazón como el suyo.
Este no es un puro trabajo psicológico. En sus escritos relacionados con Encuentro Matrimonial, P. Esteban habla de la importancia de hacernos lúcidos, reconocer nuestras máscaras y cuidarnos de identificarnos con ellas, porque nos hacen permanecer en la mentira, no nos dejan tocar nuestra conciencia y así van impidendo responder con verdad a las interpelaciones de Dios. Esto requiere un trabajo humano, pero también espiritual, pues se trata de con ese corazón limpio y puro del que habla Jesús. Escribe Esteban: “Se me ha hecho cada vez más deseable esa palabra de Jesús: Si ustedes no se hacen como niños, no entrarán en el Reino…. Los niños chicos carecen de máscaras: hay coherencia directa entre su sentir y su actuar. Son transparentes. Esta lucha me hace comprender con mayor profundidad la bienaventuranza del corazón limpio. «Felices los de corazón puro: verán a Dios».
Por otra parte, como segundo dinamismo, hay que dejarse guiar por la Palabra que nos viene de Dios: “Reciban con docilidad la palabra sembrada en ustedes, que es capaz de salvarlos. Pongan en práctica la Palabra y no se contenten solo con oírla, de manera que se engañen a ustedes mismos”, nos decía Santiago.
El ser humano no se basta a sí mismo, no puede forjarse a sí mismo solo a partir de sus intereses, de lo que solo él ve, valora y siente. Necesita abrirse al amor y a la verdad trascendente que viene de Dios, y que está expresada en el Evangelio de Jesús. El Papa Francisco nos dice en la Fratelli tutti: “Si en definitiva no hay verdades objetivas ni principios sólidos, fuera de la satisfacción de los propios proyectos y de las necesidades inmediatas” (N° 206), el mundo no tiene futuro. “Para que una sociedad tenga futuro es necesario que haya asumido un sentido respeto hacia la verdad de la dignidad humana, a la que nos sometemos” (N° 207). Por supuesto que esa Palabra y esa verdad que vienen de Dios debe pasar por el corazón humano e iluminar el interior de la persona, para que no quede como una mera palabra externa, pero lo que el ser humano no puede hacer es olvidar esa Palabra, cerrarse a esa luz, porque así el hombre termina engañándose a sí mismo. Cuando olvidamos a Dios, es el mismo ser humano el que termina perdiendo, sobre todo los más frágiles, y se hace opaco el ideal de fraternidad inscrito en nuestro corazón por el hecho de ser hermanos e hijos/as del mismo Padre.
Sintámonos invitados, en esta eucaristía, a escuchar más la Palabra de Dios desde nuestra condición de discípulos del Señor. Somos discípulos porque queremos vivir no solo desde una palabra nuestra, ni tampoco solo desde una palabra de nuestro mundo o de nuestra cultura, por muchas palabras importantes que haya, sino desde la palabra de Jesús, quien “no pide el mero cumplimiento de una normativa, sino que invita a entrar en una nueva dinámica. Él no entrega respuestas ya hechas; invita a seguir sus pasos” (Esteban, Fijos los ojos en Jesús)
Gracias, de nuevo, por el P. Esteban, pero sobre todo gracias por Jesús, que sale a nuestro encuentro en cada eucaristía, en su Palabra y en tantos acontecimientos de nuestra vida. Él tiene siempre la frescura y la juventud para alegrar, iluminar y acompañar nuestra existencia y nuestra misión hoy. A Él la gloria.