José Vicente Odriozola fue un hombre de fe capaz de crear caminos. Caminos para los jóvenes, caminos para los laicos, caminos para las vocaciones, caminos para quienes buscaban a Dios con una profundidad que solo él sabía inspirar. Su vida, siempre anclada en los Sagrados Corazones, tenía un horizonte tan vasto como las tierras vascas y andaluzas que corrían por su sangre y las comunidades chilenas donde entregó el alma.
Podríamos afirmar que José Vicente no predicaba, sino que acompañaba. No imponía respuestas, sino que hacía preguntas, especialmente aquellas propias de la búsqueda de una personalidad para Jesús y el Evangelio. Sus discípulos no eran solo seminaristas o religiosos y religiosas, sino también profesionales, madres y padres, universitarios, adolescentes confundidos, y laicas y laicos que —en su compañía— descubrieron que la espiritualidad no es un refugio, sino que un modo de estar en el mundo.
Su principal legado fue romper con la rigidez externa del sistema de vida. Porque pese a sus propias rigideces personales, logró desarmar las estructuras que encerraban a las vocaciones religiosas en moldes imposibles. Su propuesta de formación inicial, basada en la “autoformación” y el acompañamiento espiritual, fue un acto revolucionario en su tiempo, que supo mantener la firmeza en las convicciones, en valores y la libertad del Espíritu. Su pedagogía no tenía otra aspiración que ayudar a cada persona a encontrarse con Dios, en sus dudas, en sus búsquedas, en sus certezas.
Y más allá de las metodologías y estructuras que diseñó junto a otros sacerdotes de la congregación, José Vicente fue un hermano mayor, con el corazón disponible y la mirada alerta. Supo leer los signos de los tiempos, descubrir y aceptar los cambios del Concilio Vaticano II y, sobre todo, abrir espacios para el laicado en momentos en que pocos entendían el rol crucial que corresponde a este en la Iglesia, un desafío que hoy por hoy sigue pendiente.
Sus pasos por los caminos de esta vida se han detenido a los 84 años, pero el eco de sus enseñanzas recién empieza. En cada joven que sigue preguntándose por su vocación, en cada laica y laico que profundiza su camino espiritual, en cada comunidad que entiende que la pobreza, la oración y la fraternidad son pilares de una vida cristiana, José Vicente nos deja con una certeza sencilla y profunda: la formación no es imponer un molde, sino forjar corazones capaces de seguir a Jesús.
Por ello, el mejor homenaje que la congregación podrá hacerle en toda América Latina, más allá de su liderazgo en la formación inicial, será recordarlo como quien nos enseñó a caminar con libertad y con fe, acompañando a otros y otras en su propio encuentro con Dios.
Aníbal Pastor N.